Prólogo

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Hace veinte años...

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Es casi imposible robarle a un dragón.

Todo el mundo sabía eso.

Casi imposible y definitivamente estúpido, especialmente cuando aquel dragón vive en una gigantesca fortaleza con cien otros dragones, y eres del tamaño de su merienda típica.

Pero si ellos lo lograran, si tuvieran éxito, serían leyendas. Leyendas acaudaladas, con más oro que cualquiera persona que conocían jamás había visto.

Esa fue la gran visión de Brezo, de todos modos. Piedra no podía imaginarse como un rico. Pero no podía detener a su hermanito y hermanita una vez que tuvieran una idea en la cabeza. La mejor forma —la única forma— de protegerlos era acompañarlos.

Así que ahora estaba aquí, haciendo la cosa casi imposible y definitivamente estúpida.

El palacio de los dragones surgieron de la arena como una montaña oscura.

Tres lunas crecientes se curvaban como las garras de un dragón de hielo en el cielo nocturno, arrojando una luz tenue en las dunas.

En las sombras de los muros del castillo, Piedra y Brezo se agachaban en la arena, hombro a hombro. Pequeños y sin alas ni garras ni escamas. Sus dientes apenas valían la pena mencionar.

«Somos una cena perfecta para un dragón —pensó Piedra nervioso—, sentados a su puerta, como si estuviéramos pidiendo ser comidos. Ninguna otra criatura en Pirria se acerca a los dragones como los humanos. Deben de pensar que somos la presa más estúpida del planeta».

«Puede que lo seamos, si pensamos que podemos robar su tesoro sin ser atrapados».

—¿Por qué tarda tanto? —susurró—. No debíamos dejarla volver a entrar. —Levantó una bolsa de oro en sus manos—. Esto es más que suficiente para nosotros tres para el resto de nuestras vidas.

Su hermano le echó una mirada desdeñosa y metió su mano en la otra bolsa. Piedra oyó el ruido callado y metálico de pepitas de oro contra los dedos de Brezo—. Quería regresar para más —Brezo murmuró—. Dijo que había muchos cuartos de oro. Todo este tesoro de dragones de arena... nuestro, Piedra. Seremos reyes.

—Ser tan acaudalados como dragones no nos hará tan poderosos como dragones —Piedra señaló.

—Lo veremos —Brezo dijo, volviendo la mirada hacia la ventana arriba de ellos. La rendija estrecha estaba diseñada para ser demasiado pequeña para que un dragón enemigo la usara... pero no impedía a una humana de dieciséis años como su hermana, Rosa.

—Creo que la escucho —Piedra susurró.

Un par de manos pequeñas aparecieron al fondo de la ventana, y Rosa se levantó para sentarse en el alféizar. En las sombras, podría haber sido cualquiera persona, pero nadie más tenía un halo de rizos oscuros exactamente como el suyo... y nadie más subiría en la guarida de un dragón dos veces, como ella acababa de hacer.

Rosa dejó una soga caer a sus hermanos, y los dos la aferraron, ayudándola a levantar las bolsas de tesoro del piso adentro. Después de unos momentos, les hizo un gesto para que se quiten de en medio. Escucharon los tintineos y golpes de las bolsas mientras caían a la arena. Con un siseo, la soga deslizó a su lado.

Piedra miró la silueta de Rosa mientras esta bajó el muro de piedra cuidadosamente, buscando grietas y marcas en donde podía meter sus pies. El plan entero fue la idea de Brezo, por supuesto; estaba obsesionado con los dragones del desierto más allá de su bosque. Rosa, la más joven, había corrido lo más riesgo, colándose en el palacio de dragones y encontrando la tesorería en medio de la noche.

Alas de Fuego Leyendas #2: MatadragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora