Capítulo 30: Hiedra

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Los guardias de Brezo visitaron la aldea antigua el día después de las detenciones. Apuñalaron cada montón de hojas con sus largas lanzas, buscaron en cada chimenea y derribaron unos muros inestables.

Si el padre de Hiedra hubiera estado con ellos, tal vez ella habría intentado hablar con él. Todavía era su papá; aunque estuviera enojado con ella, o sospechara de ella, aún la escucharía, ¿verdad?

Pero él no estaba con los guardias, y todos ellos parecían muy enojados. Narcisa dijo que no serviría de nada ser detenida, y que sólo haría la búsqueda más difícil para los demás que estaban escondidos cerca, e Hiedra tenía que admitir que eso fue un buen punto.

No exactamente estaban en la aldea. Pino los había llevado al sitio en donde la mayor parte de los desterrados se habían escondido al principio, un templo antiguo más profundo en el bosque. Le faltaban dos de sus muros, así que sólo unas columnas de mármol erosionado apoyaban el techo en esos lados. Pero al menos había un techo, y un rincón cubierto a medias en donde se podía acostarse, y una ventana a través de la cual se podría saltar si alguien se acercara, aunque nadie lo hacía.

Hiedra deseó poder aprender más sobre el templo. Era cubierto de grabaciones de dragones: unos que volaban, unos que rugían, unos que se acostaban sobre nubes, unos que acechaban entre árboles, unos que se gruñían el uno al otro. A ella le habría gustado dibujarlos.

Cuando los guardias salieron, el mediodía había pasado y la esperanza de Hiedra que podría regresar a casa se estaba desvaneciendo. Ahora había estado desaparecida por bastante tiempo que su padre podía estar seguro de que ella estaba con los fugitivos, especialmente después de la mentira que ella les había contado a los guardias frente a la puerta de Dedalera. Se preguntaba qué su mamá le había dicho. Se preguntaba si él también estaba buscando a Narcisa.

Se preguntaba si ella pudiera mirarlo sin mostrar, de alguna manera, que sabía que su leyenda del Matadragones se basaba en una mentira.

Tal vez ella debería darle unos días para calmarse... pero no podía dejar de preocuparse por Violeta, Dedalera y los demás. ¿Él iba a castigarlos de inmediato? ¿Qué iba a hacerles?

Entonces, el próximo día, un visitante inesperado apareció en las ruinas de la aldea. Hiedra y Narcisa estaban en un árbol, vigilando a los guardias o al pequeño dragón dorado que Hiedra había visto, cuando vieron a alguien en un uniforme verde dirigirse cuidadosamente por los escombros.

—¡Es Bosque! —Narcisa dijo sorprendida.

Era, de hecho, el payaso de la clase y Vigiladragones que estaba flechado por Narcisa. Se veía mucho más serio que Hiedra había visto jamás. Se detuvo en el centro de la plaza, metió las manos en los bolsillos y miró a su alrededor con pesar.

—Tal vez puede decirnos qué está pasando —Narcisa dijo.

—A menos que trabaje para mi papá —Hiedra dijo, aunque no quería hacerlo.

Narcisa lo miró un momento—. No creo que Bosque nos traicionaría —dijo—. ¿Lo crees? ¿De veras?

Tal vez era hora de convertirse en una persona desconfiada, de vigilar a todo el mundo en busca de señales de traición y mantener sus secretos bien ocultados. Sin duda, Violeta les diría que no confiaran en nadie.

Pero ¿acaso eso no era cómo su padre había acabado así? Hiedra no quería volverse paranoica y suspicaz. Su instinto era confiar en Bosque. Esa era la persona que quería ser.

—Vamos a hablar con él —dijo, bajando el árbol.

El rostro de Bosque se iluminó cuando las vio saludarle desde uno de los edificios derrumbados. Se les acercó con prisa y se agachó detrás del muro con ellas.

Alas de Fuego Leyendas #2: MatadragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora