IX. Vainilla

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Mi canto se esparcía suave como burbujas brillantes bajo el sol, en un compás tranquilo que recordaba a la espuma de las olas del mar acariciando la arena. En las paredes de dorados dibujos chinos, las figuras cobrarían vida: dragones comenzarían a escupir fuego por la boca y lagartijas caminarían de una esquina a la otra. Los vestidos de las damas danzarían en el viento que las notas creaban y todo reposaba la magia recluida del mundo en las paredes de los pasillos del museo de Música.

Continué cantando mientras daba pequeños saltitos, flotando en algo que yo creía lo más parecido a un cuento de hadas, porque era mi don y la magia existía para aquellos de espíritu fuerte. El canto siguió incluso cuando los pasillos de largas habitaciones terminaron en una sala algo parecida a un depósito, donde me oculté de súbito.

Los pasos del profesor Min se repetían como el tic tac de un reloj en mi cabeza. Constantes, cada vez más cerca al punto que comenzaba a arrepentirme de haber llevado esta idea tan lejos. La posibilidad de haber cometido un error alertó mi mente algo tarde, pues el profesor Min seguía el sonido de mi voz con su oído absoluto.

Detuve mi canto abruptamente con la esperanza de que él no me encontrara. Aquel depósito tenía el suelo de cemento y estaba casi en total oscuridad de no ser por una ventanilla en el techo que proveía de una falsa luz solar. Rastreé con la mirada, hallando escobas y artículos de limpieza rodeando un amplio armario en un rincón.

No tuve mejor idea que encerrarme allí, aguantando la tos por el polvo que había levantado al abrir las puertecillas de manijas oxidadas. Dentro no podía ver nada, únicamente un débil rayo de luz ingresaba por la pequeña hendidura entre las puertas.

Saqué mi celular del bolsillo, alumbrándome con la luz azul. Sentí que el corazón se me dispararía del pecho ante el temor de ser descubierto. Los pasos habían dejado de oírse hace tiempo, pero quizá sólo había aislado el sonido en aquella caja hermética. Flotaba un hedor a polvo que comenzaba a manchar mi respiración.

Jimin

Tae, creo que la cagué. Tengo miedo, ¡siento que él me castigará!

Respóndeme, joder.

Aguardé una respuesta que no llegó y maldije, porque si él me había insistido en la idea tenía que tener la decencia de apoyarme hasta el último momento. Resoplé, sintiéndome impaciente y asfixiado, la taquicardia no ayudaba a recuperar el oxígeno que dispensaba y estaba a punto de salir en el esfuerzo de respirar cuando de pronto, los zapatos del profesor Min se oyeron otra vez.

Esta vez, juraba que estaba a unos simples pasos. Guardé mi último aliento y cerré los ojos con fuerza. Él estaba caminando alrededor como un león a punto de cazar a su presa.

Debía haber supuesto el peligro de haber desobedecido a su profesor, pero ya era tarde. Me hice más pequeño en mi lugar, abrazándome a mí mismo.

—Jimin, sé que estás aquí... Sal, no te haré nada malo —la voz del mayor salió calma, como un eco profundo y se desvanecía en las paredes de amplio techo.

Por supuesto que no le creía. El profesor Min jamás me había hablado con tanta serenidad y eso sólo podía significar algo malo. El tono de su voz sólo me había asustado más cuando de pronto, oí una risa baja. Algo suave como un arpegio en sol.

—¿Te crees una sirena o algo así? No lo entiendo. ¿Qué quieres conmigo, Jimin? —entonces los pasos se volvieron pronto un murmullo en mi oído.

Y sentí una repentina oleada de aire fresco, ligeramente perturbada por el hedor a lavandina del depósito. La puerta se abrió finalmente, pero yo no me vi capaz de abrir los ojos.

Song Request (Y.M)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora