XVIII. Cerezas

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Min Yoongi no era un hombre que actuara impulsivamente, por mucho que pudiera parecer todo lo contrario en esta circunstancia. Era cierto que sus decisiones lo lastimaban de vez en cuando, pero a todas ellas las premeditaba sin excepción. Las desnudaba despacio hasta calar en lo más profundo de su sobrepensamiento. Se atenuaba a las consecuencias que le implicaba, a menudo, permitirse el sufrimiento dulce de unos actos que calmaban a sus sombras aunque fuera sólo un momento.

Solía petrificarse tras sus decisiones, pero no podía denominarlo como la otra cara de su irrefrenable obsesión. En ningún momento supo qué es lo que estaba haciendo esa noche, no luego de encender el motor de su auto y abrocharse el cinturón de seguridad; esa había sido, con toda razón, su primera fractura. Pero nunca quiso detenerse. Él lo había atraído con una inmensurable agitación, algo que podría precisarse como la más real de todas sus locuras, porque la voz de Park Jimin era capaz de aliviar en un instante todos los pesares de cien noches.

¿Cómo es que podría detenerse a pensarlo si era tan disparatado, si lo envolvía en un arrebato de emoción que le hacía perder su habitual compostura?

Resultaba cierto, ese niño le colmaba la paciencia frecuentemente. Ninguno de los dos podía entenderse en lo absoluto, ni a través de las palabras, ni a través de los actos. Eran tan distintos como el agua y el aceite, pero por eso tampoco podían separarse.

Había algo más, algo que lo cautivaba desmedido y lo provocaba a protagonizar las decisiones más imprudentes, como esta. Empezó tocando su mejilla despacio, como si nada de esto fuera una locura, los dedos de Yoongi alcanzaron la piel de su rostro detenidamente y permaneció allí, descubriendo lo suave que podía ser sentirlo en sus pulgares.

Era la piel de un hombre diez años menor que él, con unos ojos vivos que brillaban desconocimiento y cedía, Jimin cedía a alguien como él, que detallaba sus facciones con pausa y algo que sólo podía compararse a la inspiración que le provocaba la música.

Los cabellos rosa chillón lucían ahora ligeramente lilas bajo la luz de la luna y se asomaba una milimétrica raíz negra. Yoongi lo había definido como un chico precioso, con unos ojos de almendra brillante que podían enamorar a cualquiera que los viera, porque él despedía una magia sugestiva, tan atrayente como un ensueño. Precisó su nariz de botón, las pequeñas pecas que salpicaban en su rostro lechoso y las pestañas largas. Debajo sus labios brillaban como una apetitosa cereza dulce.

Simplemente la más preciosa tentación de su vida.

Yoongi supo que debía detenerse cuando su mirada recayó allí por un tiempo. Su alumno temblaba bajo sus toques experticios, aunque apenas había descubierto el calor de sus rosáceas mejillas, y lo sostenía del brazo como si drenara allí la tensión de su cuerpo.

Supo que era sólo un niño, por mucho que lo disfrazara. Y Yoongi sintió, al verlo de esa manera, casi completamente entregado a lo que él pudiera hacerle, que era un adulto realmente deplorable.

Min Yoongi, en sí mismo, era una persona deplorable.

—Lo siento, Jimin —se apresuró, tropezando con sus palabras—. Siento haberte asustado. No debí arrastrarte hasta aquí. Sé cuán incómodo puede ser estar en la casa de tu profesor, diez años mayor que tú, a estas horas de la noche y con las luces apagadas. Me he precipitado —suspiró, un poco aterrado de sí mismo aunque no lo demostrara.

Pero él todavía parecía decidido. Tal vez la voluntad del menor no flaqueaba porque no entendía cuáles eran las consecuencias. Porque Jimin no era el adulto, a quien le pesaba la consciencia y a medida que el tiempo pasaba, también empezaba a desesperarse por la idea de tomarlo sin más, arrancarle la ropa bajo el sabor de la luna y degustar su piel como la leche.

Song Request (Y.M)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora