Me odio.

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-Te echo de menos.

El reflejo del espejo solo me devuelve mi mirada apagada, a años luz de ser lo que un día fue, de brillar incluso con los ojos cerrados.
Esa luminosidad se fue y aunque me intento coser todos los días las heridas que siguen abriéndose con cada recuerdo que me sacude, no consigo que vuelva.
No consigo volver, sentirme bien estando sola en el silencio de la noche o las horas muertas sin distracción.

Y lo sigo intentando, y sigo insistiendo, y sigo aparentando. Pero nada consigue parecer efecto, nada más allá de unos minutos u horas, a lo mucho, de dejar la mente en blanco. Cuando parece que estoy bien, una canción, una frase, una palabra o un lugar me explota en la cara y termina por derrumbar todo lo que he intentado mantener en pie.

La pantalla de mi teléfono se ilumina, apenas lo hace unos segundos antes de apagarse de nuevo, que cruel metáfora que parece describirme, me enciendo y me vuelvo a apagar.

Me acerco a la cama para poder cogerlo, desbloquearlo y que varios mensajes lleguen de forma muy rápida.

"-¿Estás lista?"
"-Sí quieres pasamos por ti."
"-Eva, dime que estás vestida ya."

Mi mirada vuelve un segundo al espejo, sí, estoy preparada para salir, para que todo el maquillaje que llevo me sirva de máscara, que pueda esconderme detrás.

"-Voy saliendo de casa."
"-Nos vemos en la puerta si queréis."

"-Perfecto, vamos a la cola."

Cierro la puerta detrás de mí, queriendo dejar aquí encerrada esa parte de mí que tira hacia abajo, que tira para que me vuelva, me ponga ropa de estar en casa, me meta en la cama y deje salir las lágrimas que tanto tiempo llevan anidando en mi garganta, que han formado ahí un nudo difícil de deshacer.
El clac de la puerta levanta el el muro de la frontera entre quien soy y quien quiero aparentar que soy.

Respiro hondo.
Me coloco el pelo.
Pulso el botón del ascensor y minutos después salgo a la calle.
El coche del uber ya me espera, es la primera sonrisa fingida de la noche, al final, acabarán saliendo sin que tenga que pensar tanto en como se hacía para que sean naturales.

Casi me distraigo todo el camino mirando las redes, mirando por la ventana las luces que se quedan atrás.
A punto de llegar, me permito ser débil una última vez esta noche, abro la aplicación de Instagram, busco su usuario y pulso el pequeño circuito de color rosa alrededor de su foto de perfil.

Sus ojos una vez más en mi mente, su voz se queda a vivir en mi pecho y deja ahí un pequeño dolor que va a tardar en desaparecer, lo sé.

Suspiro al apagar la pantalla del teléfono, me despido del chico que conduce y cojo todo el aire que soy capaz para llenar mis pulmones de algo que no deje ver la fragilidad que me rodea y que puede hacer que me rompa en mil trozos.
Por suerte, nadie con los que esta noche voy a intentar pasar las horas saben tocar esa tecla que me haría venirme abajo.

Las localizo detrás de dos chicos y tres chicas que ya empiezan a ambientarse con una petaca que a saber que tipo de alcohol lleva dentro.
Abrazos, besos, avanzamos en la fila, conversaciones triviales, una sonrisa para disimular, un apretón al teléfono para contenerme a mirar de nuevo su historia, cabeza alta y a seguir con la noche.

El tiempo pasa, entramos al local, piden la segunda ronda y yo prefiero esta noche coger una botella de agua, aunque no puedo esquivar el alcohol en la primera.
Las luces y la música consiguen distraerme, me hacen dejar la mente en blanco y disfrutar de estar aquí.
Reír.
Bailar.
Abrazarme a mis amigas.

El alcohol pasa por ellas y el agua por mí.
Más música.
Más risas.
Más videos.
Más fotos.

Más todo, aunque esa palabra prefiero mantenerla alejada de mi cabeza.

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