Recíproco.

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Relato corto.

Recíproco.

Me encanta mirar mi reflejo en el espejo al estrenar un vestido nuevo, ver como mi pelo semi recogido cae en hondas por mi espalda, retocarme el carmín de los labios y sonreír antes de salir de casa. Hoy lo tengo todo, menos la sonrisa en la boca.

Las lágrimas amenazan con estropear el maquillaje por tercera vez esta mañana, y no tengo tiempo para volver a arreglarlo. Tampoco ganas.
Miro mis pies, en dos tacones altos que van a destrozar mis pies tanto como lo estoy yo ahora.

Mi teléfono suena una vez más.

Sam

Eva, no tienes que hacer esto, no tienes que ir.

Pero sí tengo que hacerlo, íbamos a estar para todo, así lo dijimos desde la primera vez que nos vimos, no puedo dejar que mis estúpidos sentimientos me hagan quedarme en casa envuelta entre las sábanas de la cama o una manta en el sofá.

Tengo mi invitación y una boda a la que ir.

Salgo de mi casa bajando por las escaleras, hacerlo por el ascensor sería la opción fácil, al menos por aquí todavía tengo la esperanza de que mi tobillo ceda, me haga rodar y tenga una buena excusa para no ir.

El sol de la mañana de marzo me ciega unos segundos, levanto la mano para detener el primer taxi con la luz verde y el cartel de libre que pasa por delante de mí.

Casi no me escucho al darle la dirección de la iglesia a la que voy.
Por fuera voy a una boda, por dentro, a un entierro, el mío propio, el de toda nuestra historia.

Eva

Ya voy en el taxi, dime que estás allí.


Sam

Estamos casi todos.
Él también.

Cierro los ojos, apretando el puente de mi nariz y tratando de inspirar despacio, hondo, para eliminar la sensación de que me estoy ahogando.

Quizá es verdad que no debería ir, que no pinto nada allí.
Quizá necesito ver que él da el paso definitivo para enterrarnos.
Unas náuseas repentinas me suben desde el estómago a la garganta y me aprieto en el asiento trasero de este taxi en el que suena la radio con canciones que parecen escogidas para este momento.
Llevo las manos a mi estómago, como si así pudiera espantar esa sensación.

Rosas, de la oreja de Van Gogh, juega a meter un poco más el dedo en la herida, a arrancar la costra que nunca fue sólida y a eliminar esa esperanza que la protagonista guarda en la maldita canción.

Nuestra historia no fueron seis meses, fueron seis años.
No miraste a otros ojos azules, cambiaste los mios por unos más oscuros.
Y yo...
Sí, me quedé esperándote, sin hacer nada para que volvieses, solo esperando.
Y la vida pasa, a mí me arrasa y a ti te empuja a otro lugar.

-Ya hemos llegado, señorita. -Aparto una lágrima rebelde que se ha escapado de mis ojos y saco del pequeño bolso un billete.-
-Gracias, quédese con el cambio.

Intento salir del coche sin tropezarme, cambiando la seriedad de mi rostro por una sonrisa, una tan falsa como la fachada que tengo que mantener todo el resto del día.
Suspiro justo cuando cierro la puerta del taxi y veo como los ojos de los invitados que hay fuera de la iglesia me miran curiosos, ávidos de información, sorprendidos de verme allí, e incluso algunos con resentimiento y rechazo.

Veo la melena rubia de Samantha a la derecha de la puerta de la iglesia, frente a ella hay un chico vestido de azul marino, más bajo que mi amiga pero con un color de pelo parecido.
La chica me ve, sus ojos me encuentran y sonríe, levanta la mano y hace que su acompañante se gire para ver lo que le ha llamado la atención a la rubia.

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