Capítulo 11. Dash

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Noviembre 2009

Mediodía.

Me siento desesperado, e incluso pensé en preguntarle a mamá si ella lo sabía, pero algo pasó dentro de mí que me lo impidió.

Estaba seguro de que eso era patético.

Por supuesto que sabe que Nash no está en ese centro.

—Buenos días, Quinn.

Quinn lleva el uniforme azul de la empresa de la familia, con sus uñas largas y pintadas de violeta berenjena, y menea sus pestañas antes de responderme.

—Buenos días, señor Black.

Su sonrisa es cálida y relajante. Su cabello rubio fresa y las pecas en su rostro le dan un aspecto que insinúa inocencia, pero detrás de sus helados ojos, dice que es todo menos eso.

—¿Algún mensaje para mí esta mañana?

Sus dedos se enroscan en el final de su coleta, antes de chasquear su lengua y ponerse a buscar entre los montones de papeles en su escritorio.

—Um... Hay un par aquí desde el servicio de contestador.

Sacando la exigua pila de notas, me entrega un sobre. Le doy un limitado asentimiento en señal de agradecimiento y entro de inmediato a mi oficina. Hundiéndome en mi escritorio, reviso los trabajos y las reuniones que hay establecidas para mañana antes de hojear los mensajes de voz; los primeros dos son procedentes del banco y mi préstamo estudiantil, los siguientes tres del jefe de relaciones públicas y el último es de la clínica.

—Mierda —murmuro en voz baja.

Tiro mi móvil del bolsillo del interior de mi americana y veo el último mensaje procedente de Ariel.

Ariel: ¿Cómo has podido hacernos esto?

Agarrando mi cabeza mientras me recuesto contra la silla, me pregunto cómo me metí en esta mierda.

Echo un vistazo al reloj: mediodía.

No tengo apetito, pero debo salir de la oficina. Sin embargo, tampoco quiero ir a casa y tener que ver el posible rostro de Ariel, si es que sigue ahí.

Mis dedos tantean por el sobre que tengo bajo mis ojos e, incapaz de mantenerme sentado, me levanto para empezar a caminar en línea de un extremo al otro de la habitación.

Me siento enjaulado, irritable.

Un golpe en mi puerta, acompañado de la voz de Quinn.

—Black, su padre requiere de su presencia.

Papá echa un vistazo a su reloj y, de mala gana, se levanta, drenando el último trago de café de su taza

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Papá echa un vistazo a su reloj y, de mala gana, se levanta, drenando el último trago de café de su taza.

Incapaz de contenerme, entro en su despacho sin llamar, viendo que junto a él también está Penélope, mi hermana, con una carpeta negra apretada contra su pecho. Ella me mira, aprieta sus labios y, sin dirigirme la palabra como lleva desde que volví de los marines, sale del habitáculo.

—Siéntate, Dash —me ordena con su voz de barítono y carente de emoción.

—¿Qué es lo que quiere, padre? Si va a echarme, hágalo ya —Coloco mis manos en su mesa—. Haz lo que quiera.

Nuestras miradas se encuentran; la suya es azul celeste, la mía es cerúlea, como siempre suele estar mi estado de ánimo.

—No quiero volver a verte. Prescindirás de mi dinero y dejarás de ser un Black para mí.

La mueca que asoma en sus labios, mostrando con claridad su total desprecio hacia mí, junto con su probable deseo de que jamás hubiera nacido.

Una mueca tira de mis labios que rápidamente se convierte en una risa.

—Eres un hipócrita.

—No solo te permití cambiar tu carrera, sino que has abusado de mi confianza, la de tu familia entera. —Sus manos se convierten en dos puños—. Toleré que ese ridículo sueño tuyo que nació de la noche a la mañana de convertirte en doctorcito, ocurriese.

—No me vengas con esas... ¡Cumplí con todo lo que acordamos! —Respiro con pesadez—. Permitiste que cambiase de carrera, pero no es de tu vida de la que hablamos, sino de la mía. Accedí a todas tus putas reglas, tus normas y condiciones... Y, ¿para qué? —Entrecierro los ojos—. No cumpliste la parte de tu trato.

—Sin mí, tú no eres nadie, Dash. —suelta, su barbilla en alto, su semblante tan sombrío que aterra—. ¿Te crees que puedes valerte por ti mismo?

Saco la americana de mí y la lanzo al suelo junto con el trozo de plástico que me otorga el pase a las instalaciones. También lo hago con las malditas tarjetas que solo usé en una ocasión, y lo mismo con las llaves del coche deportivo que él, muy gentilmente, me obsequió.

—No eres más que un mono crecido entre privilegios que embaularán cuando pises esa puerta —señala—. No te hagas el héroe, porque apuesto a que en dos años, si es que los aguantas, volverás arrastrado a mí como la sanguijuela que eres. No eres más que un niño que juega a ser un adulto, y te devorarán, Dash... Entonces, no tendrás mi ayuda.

—Por mí, como si me pudro.

Abandono el edificio bajo la mirada de Quinn y el resto de trabajadores que debieron oír los gritos, pero no me importa que mañana seamos la comidilla del recreo.

Caminando por las calles, llego a mi condominio solo unos minutos después. Ignoro mi celular mientras suena, se detiene y luego empieza de nuevo. Mirando la pantalla, me percato de que es papá.

Vivo en un pequeño dúplex en una zona agradable, nada lujosa, pero con un ambiente que desde el principio jamás fue para mí. Entrando en mi hasta ahora casa, abro una maleta y guardo todo lo más imprescindible... De todos modos, ¿esto no es lo que quería? Echando a los escombros el resto de los pocos objetos que me pertenecen y ya no me sirven, me siento en el sofá con una malteada entre mis manos.

Un sofá que tampoco me pertenece.

Así es como paso todas las noches, completa y jodidamente solo en un lugar que no es mío. Hoy, esa soledad, se siente insoportable y, casi, estoy seguro de que me voy a quedar dormido tras estirarme, cuando el timbre suena.

A regañadientes, me acerco al telefonillo a la tercera pitada. Descolgándolo, veo a través de la pantalla a Quinn, con su cabello rubio suelto y con su mítico bolso agarrado a su costado.

—¿Quinn?

Sus ojos, que antes se habían desviado a la izquierda, se posan sobre la cámara; están brillantes y asustados, con su peculiar tono marrón, convertido en un revoltijo de sombras negras y grises.

—¿Puedes abrirme?

Y Entonces Tú [TERMINADO] (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora