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Las lágrimas que pudieron mortificarme en toma de interés cuando apliqué el adusto trato también resultaron ser en las que cobijaron con amabilidad mis sentidos sin que desde antes lo lograra comprender. Frente a las hambrientas flamas que abanicaban sus doradas colas, sentí el peso que fue integrada en cada letra de ese manuscrito, su valor de proporción inconmensurable; un mensaje humilde que no pedía nada luego de ser leído, que no exigía más, sino que entregaba mucho, que obsequiaba todo buen cariz, el de Ralsei Darkner, al servidor de los lamentos. No tuve el coraje de incinerar esa carta, y aborté todo.
Tras un largo suspiro, desde mi garganta y tras los ojos sentí el sabor de una pena encubierta que flotó nueva, la cual no supe catalogar. Ya lejos de toda mala intención de borrar ese papel, no dejé de pensar con algo de blandura en mis acciones, fueran éstas correctas o no; también si el Sr Algol estará divisado desde tan lejano y misterioso plano sideral las torpes huellas que voy dejando sobre el triste fango que hunde a quien lleva tanto rencor y le ralentiza la carga. En variables suposiciones que mi mente pueda llegar a armar todo, no he sido el heredero de una honra en la modestia, sino de una deshonra altanera de tontos que no me deja de hacer creer que lo hecho, le debe de seguir siendo irrisorio, aún después de muerto.
No conforme luego de tanto buen viso, ya siendo la noche la que sucedió en aquellos instantes al crepúsculo, entré en un segundo conflicto existencial que tomó por buen visto otra desacostumbrada parte de la seca personalidad descrita; por intervalos lidié con la falta de propiedad en querer hacer lo que antes de esa nota, sería inpensable.
¡Abominable! ¡Aprobio! ¡Ignominia absoluta que no merece ser entendida ni perdonada! Cometí el error de caminar por mismo desbalanceado sendero, para torcer el tobillo con parecida filosa piedra: responder la carta, con buenas intenciones.
Volqué toda realidad estimada, y dispuse, entregado al presagio del ensayo y al error, en dedicar bajo mis complicaciones de inestabilidad emocional, una carta que reflejara aquello que tan buen lector había dejado en mí; concideré no más que iniciarlo de buena y gustosa valentía, sin cavilar, aunque de breve y sucinto favor en reenvío; no obstante, cada carta, desde el comienzo, fue un martirio que tan complicado arrebato de inconformidad y rabia llenó el cesto de la basura a poco menos que esferas de papel compuestas por la escasez de paciencia. Aunque no rendido, en el final de las horas post meridiem, con una complicada exalación, di por finiquitado mi trabajo, que no pudiendo considerarlo la más perfecta obra de una respuesta primeriza, si estimé que aquella era la más noble, la más sincera y la más respetuosa de otorgar. Resumo que, del pulso y las venas no despojé temores nuevos, pero ya antes de poder dar marcha atrás, en el silencioso exterior me había abierto paso, y lo detuve sólo en el buzón frente al nocturno que pidió cuenta. Dejé la nota a su favor, no arrepentí otra, y me fui sin alterar precioso coro que, al unísono, decenas de grillos dedicaban a la gloriosa luna.
A la mañana siguiente, de un círculo de las ocupaciones textuales personales, me vi en total obligación de darles una mayor consideración posible para el beneficio de la distracción, puesto que descanso no tuve por las ansias que supone lo acontecido en mi escape contívago, hasta uñas faltaron en mis dedos cuando las inquietudes del ante meridiem hicieron de las suyas. Sin tildar ahí de medio distractivo lo acudido, que mal logrado se efectuaba todo tras el café con whisky que regresa con falla la huella del respiro y diluye la realidad, unos toques dieron a parar a la puerta de mis malvenidas. Perdí de inmediato el aliento, aunque no la compostura. El roble durmiente retumbó por los pasillos interiores, los avisos no machacaron ni para cuatro veces más su importancia, y sin apuro el sujeto del exterior introdujo desde la solapa de mi entrada, una misiva que correspondía a mi identidad.
De ningún ser ficticio proviniente de las obras creadas por mi palma, ni menos de aquellas otras ajenas historias que fueron paridas en las ingénuas tierras de Cucaña logré de verme tan semejante en loca posición. Le temía, como no, a una inerte carta blanca. Mayores fueron mis nervios esporádicos cuando el remitente indicaba, en compañía de tan amigable zebulón perfumado, si no puede ser más obvio, el nombre de Ralsei Darkner en la parte frontal. ¡Eventualmente había respondido a mi mensaje! Supuse ahí que no había anulado mis sinceras libertades, y con ligeros percances que dejé pasar pronto, abrí el sobre, y entregué el tiempo predispuesto al añil de todas sus letras compuestas.
El mensaje dijo lo siguiente:

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Estimado señor Templeton Higgins:

¡Que halabada sea esta dicha que la oportunidad nos confiere en segunda ocasión, serenos y risueños me son más que bellos de enterar este sostén suyo al cual se ha convertido toda letra de humildad que le pude divulgar!
Rindiendo de este modo gratitud a su trabajo, del más apetecido tributo del cual ha creado para los lectores, afortunado me hace ser un leyente más de las grandiosas obras de T.H Berkshire; y que el sonrojo no me apena, admiro mucho lo que crea, me incita también a lograr, y espero en mismos causales aprender y crecer en tan respetable rubro al cual usted ha puesto sus sentimientos.
Despierto en cada día, no dejo de soñar en que su merced tuviera el favor de leer mi manuscribir de fantasías que han sido conseguidas en el haber, que no siendo suficiente en comparación a sus logros, son éstas una obra hecha con mucho amor.
No me perdonaría quitarle de su tiempo, que es importante si compromisos le tienen obligado; le agradezco de antemano, en espera como uno más de sus innumerables lectores, por una pronta actualización. Con cariño,


Ralsei Darkner.

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En instante pensé sobre los tópicos que ya he publicado cuando lo más inhóspito de la emoción pudo armar, y qué tanto habrán orientado eso a su inventiva, sin olvidar menos, y con dudas menores, lo que su tiempo libre consiguió para que fuera tasado. No le dí tanta vuelta a ese asunto por mi trago; sorpresa ahí a mi hecho no dejé que afectara lo suficiente, y, terminando con el amargo aperitivo que me daba el café irlandés, me vi otra vez sin apuros en repetir los quebraderos de cecera de anoche para otorgarle su tan esperada oportunidad.
Con menor tiempo, más reducido en el permiso, había acabado eso sin tanto rodeo, y en efectos comprendidos a la ligera embriaguez, sabía que, parte de un principio innato que la crueldad había forjado estaba actuando esta vez fuera de sí, por lo tratable de mi trato cuando antes ni esas molestias me hacían levantar de la triste atmósfera para saber sus necesidades. En las avenidas la abstracción del pensamiento era precóz, pero me daba sin embargo un perfil bajo, casi invisible y común en la vía animal cuando dispuse en ir a entregar la respuesta, y bastante supe que no marcaba brillo lo corriente de mi silencio a esos ojos de los cuales se conforma la miseria de Ebott. Liquidé pronto esa tramitación, y de regreso en casa los esparcimientos me los había costeado las canciones de cuna que fueron entregadas por algún buen libro de filosofía, y la bebida que apaga los sentidos.

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