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No ser el mismo yo de antes, gracias a las facultades de todas las cartas recibidas, y de un testador mayor que me heredó su patrimonio con la imponente suma de pensión, casi vitalicia, me hacían sentir una reciente y oculta lástima por Algol Higgins que mitigé con una última enjuagada y una lavada de cara. Al verme, concluyente de todo pensar frente a ese espejo, supe que las cosas desde ese día cambiarían.
Y en el final, cierto era que no me equivocaba...

Cuando las agujas del reloj de mi mesa de noche marcaron las trece horas, con los regalos bien resguardados en una dedicada bolsa de papel metalizado, conmemorativa y de verde color, decoraba aún más su brillante revestimiento con un moño en su cierre que, salpicado de brillantina como una cereza esmaltada sobre un ornamendado pastel, hicieron un bonito juego a la vista con los cálidos destellos del orbe en el exterior. Decidí que tenía que usar el autorretrato dibujado por el propio Ralsei para localizarle cuando la hora aclamara a nuestra cita, siendo, o tratando de dejar claro desde todo momento sobre el pleno conocimiento armado que se hizo patente de ese dibujo para materializar esa imágen física a la semejanza. Pero remarco, más para la comprensión propia que de la razón, de que Ebott es enorme, y su punto neurálgico del cual pedía mi estricta puntualidad todavía lo era más para hacer de ello nuestro nexo. Muchas especies existen con similitudes y tratos analógicos, por lo que inferí que, si en tales casos la casualidad congénere no deseaba de hacérmela fácil por haber -si a lo sumo llegaba a ser así-, más de un caprino allí, equivocar al momento crucial cuando los minutos avanzan no era para nada muy buena opción.
Pensaba, con la bolsa en mano, oscilante en mi prisa por la repercusión de los pasos, sobre esos fantásticos sucesos que cambian de un dos por tres a lo malo, que pasan al extremo opuesto de las buenas anécdotas que contar e invierten la partida para perderla; pensé que quedaría plantado, sin más. O peor, creí no por mucho que me podrían estar jugando una clase de broma, para hacerme quedar frente a un entrevistador sobre mis trabajos...
Dentro del parque central, estaba ya muy cerca de llegar a su punto medio como para arrepentir y dar marcha atrás, cuando con veinticinco minutos de ventaja, irían a ser las dos de la tarde. A los intrascendentes nervios de la limitancia no me sometería cuando todo estaba ejecutándose según hube reafirmado por mensaje, y reforzaba, que siempre hace falta cuando para todo es una primera vez, en que habían por considerar más de sesenta y dos cartas —y contando, si la literatura confesional me permite poder continuar—, que engarzaron en la espontaneidad de los hechos.
El mundo críptido no dejó de circular indiferente cuando cerca estaba de mi destino, yendo a todas direcciones posibles, funcionando bajo propósitos sin dar la más mínima atención a quienes no eran capaces de seguirlo. El infinito mundo se movía a mi alrededor, animándolo todo con aquella cierta habitualidad cotidiana. Me rodeaba toda clase de antropomorfos, equinos, lagartos, camélidos; frente a los metros que separaban al destino final atravesaban úrsidos, aviares, formas de vida mecánica compuestas de metal mágico, y lo que sea que la taxonomía pudiese llegar a responder por duda ante la ordenación jerárjica y sistemática de los grupos posibles de entender, si es que se entiende... Pero sólo tuve entre el análisis, nada más en qué pensar cuando cierto perfil encajó con la memoria de grafito que portaba en la mano.

Y allí, mudo, a varios metros de distancia, yacía sentado en las marmóreas bancas solitarias un parsimonioso ser blanco que no miraba a nadie mientras retiraba por comodidad su pomposo sombrero de verde manzana y lo dejaba cerca de sí. Era mullido, con largas y afelpadas orejas, pero sereno y sonriente ante la cualidad de las corrientes que, jugueteando con lo corto de sus cabellos, le hacía sentir encanto y jovialidad. Sus cuernos romos ahí expuestos, que fulgores diminutos daban por el esmalte de magenta que usaba cuando agachaba la cabeza, se entregaba a la paciencia de esperar con un inocente dibujo que realizaba desde una croquera, emitiendo más de algún pequeño punto destellante a mi ángulo de visión. Todo su ser estaba hundido en un entusiasmo pictórico, sin dar cuenta en otros detalles que eran recompensados al llegar por adelantado. Su túnica, también de verde manzana que vestía en ese momento, ondeaba en efectos hipnóticos bajo sus muslos, sin descontar que ante esa física de la naturaleza, repetía de igual forma el sobrante de la bufanda rosa que rodeaba sobre su cuello.
No habían paredes, ni más distancia, ni más espera obligada en las misivas a recibir, ni límites impuestos que se ceban del temor ante un primer contacto visual; Ralsei Darkner estaba ahí esperándome, había cumplido en totalidad a esta encantadora locura, y yo también estaba ahí, dando paso tras paso, frente a él.
Él se detuvo en su creatividad cuando apenas tres metros nos conectaban, se apoyó de la vista con lo que eran las características gafas que no omitió en su descripción de carbón, y su mirada penetró en el paisaje del rededor con ligeros tintes de nerviosismo. Miró al cielo, por entonces radiante y despejado, perfecto podría definir para las causas anímicas, y me miró a mí.

En esos ojos, que justicia no hicieron lo suficiente en el retrato para describirse, eran rosados, luminosos y cristalinos como el orbe que establece cada mañana su amor por la vida cuando nos convida claridad, los que expresaban tanto más de lo q...

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En esos ojos, que justicia no hicieron lo suficiente en el retrato para describirse, eran rosados, luminosos y cristalinos como el orbe que establece cada mañana su amor por la vida cuando nos convida claridad, los que expresaban tanto más de lo que en un principio se reserva ante las simples conmociones, y leí en ellos una auténtica simpatía por mí y por mi suerte, que confié en mi deducción con todo el corazón de que me quería ver más de lo que yo pensaba.

—¡T-Templeton! —tremuló Ralsei, emocionado—. ¡Eres tú en verdad!

—Por sesenta y dos amaneceres en nuestras cartas, el mismo —le sonreí, un tanto cohibido. Le extendí la mano, en señal de saludo.

No tardó en ponerse de pie cuando me oyó responderle, y lo que experimenté como resultado siguiente de un maravilloso encuentro, palabras nunca conseguirán tener en esto suficiente dicha e impacto de acercarme sinestésicamente a aquel bello regocijo de perfeccionamiento íntegro, a esa partícula más exacta que me traiga de vuelta a esa valoración y autoconfianza que bien sujeto me tenía de las razones, del orgullo y del valor por un ser querido, y que ya no más en las sombras, me ha sido despojado a poco menos que los recuerdos que se dirigen al olvido, por la inocencia de mis sentimientos: me abrazó de inmediato y sin temor alguno alzando sus brazos por lo alto de mi cuello, sin dar cuidado a su inacabada obra que tirada quedó en el piso ante tanta buena dicha e impresión. Remolinos de su perfume a vainilla dieron a parar muy exquisitos en mis fosas nasales al tenerle casi encima, que devuelta y muy pronto, me trajeron para disfrutar del mejor de los momentos sin que ahí yo lo interpretara a mal. ¡Divina gracia de Dios todopoderoso! ¡Estaba ocurriendo! Sentir el tacto del esperado amigo era asombroso, era rehabilitador y gratificante, era un regenerador de inconcientes tristezas que cargaba sin manifestar y que no quiere quebrar emocionalmente al hombre con un gesto altruista y sensato; que no buscaba someterme en el regreso de los condenados dolores con un llanto, no más; soltaba de mis dolorosas correas con la fraternalidad de sus brazos que, hasta entonces invisibles, fueron a quienes antiojeras portan, me hacía arrojar del pesado yugo y liberar, suspirar para ser libre, por ser leído por un hermano de verdad, por uno auténtico, que en sus extremidades que me envolvían, en su calor y en su aprecio, me fueron infinitamente transmitidos hasta las expuestas llagas de mi alma.

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