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Pero en este caso muy contrario, muy renovado de lo ágrio, muy saludable acordaría yo, podría asegurar que ese día me sentía, aparte de sentir el vientre más repuesto por la comida y listo para cepillar mis dientes, por primera vez a mis aún veinticinco años como recorriendo la línea literaria de una fábula infantil. Una buena historia, que me venía a sueño lúcido, fue la del Ruiseñor y el Pavo real. Me hacían marcar oyuelos poco acostumbrados en el rostro que en el pasado nunca noté desde la perspectiva frontal de la lámina de vidrio, que en ese contraste resaltó mucho, quizá por lo obvio sobre la falta del interés sobre ser un chico feliz.
Un día sin más el Ruiseñor, sociable pero solitario, no hallaba amigos a su cercania tras el canto que gustaba de dar. Quería tener uno sin dudar. Rompiendo el círculo homogéneo cuando guardó silencio al saber que ahí donde se hubicaba no lo tendría, el ave en su vuelo buscó a otras especies lo que deseaba y, en su recorrido, dio a parar muy pronto con el que le agradó; ese era el Pavo Real.

—Hermoso Pavo —exclamó deciso el Ruiseñor al verlo, componiendo una melodía desde la copa de un arbol al cual había aterrizado—, ¡yo te admiro!

—Yo también te admiro a ti —le respondió lleno de cortesía el aviar halagado cuando alzó la vista, y extendió las plumas de la cola como un bello abanico de saludos.

—Pues seamos amigos en ese caso —le cantó el Ruiseñor, emocionado—. Nosotros no hemos de tenernos envidia, pues tú eres tan agradable a la vista como yo lo soy al oido.

Y así, los cantos bellos de ese pequeño pajaro desde una copa fueron para mí las cartas de Ralsei, mientras que la imágen que alguna vez di siendo un poco amigable Pavo cronista, fueron mis obras diversas a quienes quisieron y pudieron leerlas. Era extraño imaginarlo así, tan infantil e inmaduro, y de todas formas me agradó tenerlo en mente. Di una conclusa risotada, y luego, le sonreía al espejo del baño de nuevo en el aseo bucal. Con espuma mentolada que rezumaba en los labios en tales procesos, parecía como la baba rabiosa de un perro acabado. Eso me otorgó otra cosa en qué pensar: eso era que, en el término de un largo recorrido, fue a parar a esa fosa a la que todos, sin excepción de clase, especie ni género, iremos a parar tarde o temprano, como ya lo hizo un yerto viejo Lobero Irlandés. Y cambié mi gracia de antes, por otra más seria y dedicada a la conciencia. Ahí, en el pasado, donde había antes ojeras negras que no las otorgaba el insomnio, ahí donde los dolores son una asquerosa obra entregada por impacto de las ausentes figuras paternales, y la pena en el rostro es un reflejo que superpone y cambia una naturaleza, cambia la sangre y los propósitos, jamás parecieron ser diferentes ni en su mentira para paliar el pronto cierre de la vida. También, con eso, estuvo en los comienzos un apellido de quien, hasta el último, sigo llevando sin comprender el por qué el anciano perro me dio un trozo de sí cuando mis manos estaban vacías y no menos sucias que el alma humana, acuñándome cuando obligado ni estaba, como a una moneda imperfecta que hasta ahí imágen no contaba, que la hizo suya y nada más.
No era yo frente al reflejo de ese espejo el que se cepillaba los incisivos y escupía indiferente en el lavabo, porque mis ojos,  ya retirados de la inexpresividad, presentaban ahí en ese instante, cierto nuevo juicio a tocar. Fue él, Algol, quien, al dejarme cohabitar por trece años ante su falencia de tutor, no consideró entender lo suficiente a la sangre joven. Poco sabía escuchar aún en el silencio de quien tomó por carga ni cuando me obligaba a compartir la misma mesa, y prefería que el brebaje de Lette no hiciera falta para que callara lo que no era habil de contar. No quizo (o no supo) demostrar lo blando del querer. No aprendió a ser un valedor a quien se le necesita, a ese candidato a quien los pequeños ojos de la ingenuidad requieren posar para replicar en son de un crecimiento inculcado, de su imágen y doctrina, porque el viejo no la tenía. Y si la hubo, nunca la aplicó conmigo. Yo no le admiraba, nunca lo hice. No me conoció internamente lo suficiente, ni puedo decir lo contrario hacia él en lo que sé que no es una defensa propia, porque reservaba por mucho su pasado. Su vida me fue hasta el final un completo misterio; y de lo único que mi ser se supo acoger como base, ya en su refugio, ya en la presencia de vida de Algol y lejos de ella, cuando había fenecido, fue de aquel pozo negro que descubrí que tenía en mi lamentable interior, de esa malevolencia innata que todo individuo se debe obligar a reprimir por convivir lo mejor posible con iguales e inferiores en calidad de vida: es el oscuro núcleo de la fe muerta que debemos cambiar, el salvajismo y la autodestrucción, lo que detiene el transcurso de la paz interna y trae a los malos pensamientos que son entregados en la soledad de los seres que cohabitan en perpetua desgracia depresiva.
Y que en ese entonces que enjuagaba mi boca, sabía que ese sábado 15 de enero, estaba convenientemente lejos del borde de esas teñidas aguas de noria que arremeten contra las buenas acciones y contra uno mismo, que acuden en su reglamento a maltratar lo sano y lo cuerdo, y que lleva a desear el olvido tras la bebida. El lobero me había dado a probar en sus tiempos alguna vez de su vicio cuando crecí, para borrar "eso" que opaca. Y no obstante, a pesar de que aseguraba el viejo que, lo que no puede curar el <<agua de vida>> como gustoso llamaba al whisky, no ha de tener cura absoluta; aseguro aquí de inmediato que nunca, ni la primera ni la última de esas gotas me entregó ni un delgado trazo de calma.
El crédito que sí correspondía otorgar, ya ultimando allí con la limpieza dental, fue el de reconocerle sobre el consejo bueno que me mostró, lo que dio en resultado esa indeseada celebridad que yo no buscaba. El viejo fue quien al husmear en los cuadernos de materias cursadas de la enseñanza educacional básica cuando era apenas una cría estudiantil reprendida por los maestros, y mismos quienes le dieron consejo al responsable de correccinar a un malcriado pupílo e impusiera castigo, Algol asintió en el caso. Esa tarde en la privacidad del hogar el viejo me levantó la voz con algo que asimilé como cólera, y revisó mis cuadernos, todos y cada uno de ellos, para ver así en qué malgastaba mi tiempo cuando en su lugar debí de prestar oído y vista a los mil galimatias recitados por los educadores. No se lo impedí ni por asomo, y mudo seguí frente al dueño. Ahí, cuando abrió mi bolso y dejó caer siete cuadernos al piso junto a un par de libros de formación cedidos por la facultad, no dio con rayones ni con garabatos que el ocio crea en el final de las hojas para matar el tiempo; fueron mis imprentas sobre el orígen de cuentos y narraciones incompletas compuestas por sentimientos tan diáfanos como la interpretación de los problemas que en mi rostro, se pintaron por larga vida gráficos. El lobero los leyó, al menos los primeros. Se tomó su minuto, de pie, que pasó pronto a ser una larga de quince minutos en los que con su edad fue requerido reposar los muslos en el suelo para dedicar mayor cuidado a lo que leía. Cuando tuvo suficiente, exaló pesado, me miró con asombrosa expresión que no había visto en sus cansados ojos jamás, y sostuvo sin arruinar el espeso silencio que se formaba. Tan denso me lo pareció. Todo eso se interpuso el uno frente al otro.

—¿Tú escribiste esto, hijo?

No me gasté en asentir. No hizo falta hacerlo. El perro no era idiota, sabía bien que yo no era un infante de mente serena ante las secuelas del abandono, pero sin mayores tientos, sus intentos de disciplinar terminaron sin ser llevados a cabo al final. Instó, con un tacto no propio de él al ponerme su mano en el hombro, cálida y paternal, de que aquel déficit atencional estaba por ende mal diagnosticado.

—Correcto... —indicó en respuesta retórica—, veo lo que pasa. Bien, ¡óyeme claro en tal caso, destapa tus orejas y presta atención que, teniendo en parte la obligación, debo mostrarte el camino adecuado!; no repetiré dos veces: No debes detener nunca la exploración a ese potencial, Templeton. Está oculto en tu cofre interior un don donde yace todo lo que los límites gustan anteponer. Sólo tú puedes saber hasta adónde podrian llegar a parar esos límites, hijo, ¿¡Me escuchaste!? Sólo tú, nadie más.

Los límites nunca han dejado de ser más que una barrera compuesta de miedos, supersticiones e inseguridades alimentadas por nosotros mismos los peregrinos de esta senda, quienes atravesamos ciegos el camino de la vida y la muerte. Al igual que en el lenguaje, puede crear realidades infinitas materializadas en el humbral de la conciencia oyente, para dejar variables que serán válidas dentro del entendimiento de su portador. Susceptible hasta en esos comienzos en lo que refiere a fuerza de superación humana, lo hice, escribí sin claudicar, y gracias a eso, fue lo que me convirtió en escritor de letra aceptable. Con eso, al final, hice un amigo al que en menos de unas horas conocería.

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