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De los influjos de esas nociones que se difuminan velozmente cuando el factor jubiloso que se busca cumple efectivamente con su cometido, muy próximos a la caída del sol poniente, en situación de regresarle los patines ya estuvimos ese maestro y yo finiquitando el coste y servicio recreativo al dueño de los Rollers y recuperando las pertenencias, dejando en las sombras del exponente ocaso, sólo con un silencio breve de mi parte, no más que con un parvo suspirar que corte las reflexiones que no sean percatadas, mil recuerdos negros por la felicidad que vi gráfica en los gestos de mi mejor amigo, por lo simple, lo gratificante y recompensante de las cosas bellas de la vida que, supe que olvidar a ese antagónico personaje y su malignidad, era reconstruir un recuerdo por encima de todo, y un paso en frente al mejor cambio.
Viviendo del sereno reír, el brazo de Ralsei no temió de eslabonar con el mío dentro del parque e incluso a las afueras. En el resultado de nuestros muy aceptables esfuerzos amenos, le llevé servicialmente al café habitual para reponer el vientre, cubierto en el entorno de la caminata, e incluso fuera, ya en las alamedas, por un atmosférico glamour crepuscular, fusionado, cubriendo alrededor de nuestras deleitantes sensaciones con el ovalo de los lienzos celestiales que se impregnan de rosa, morado, azul y blanco, en lenta y deleitable disminución de su espectro solar. Un cielo de acuarelas conformó sobre nuestros semblantes cuando una mesa nos tuvo de frente, y con las dieciocho treinta, en el brillar de las primeras luminarias públicas llenaron artificialmente de naranja los caminos del exterior, y nos dieron su compañía sin igual.
Mermadas las apetencias alimenticias, consumadas las intenciones programadas como a las esporádicas, con los intermitentes destellos minoritarios de ciertos astros que dominan por la eternidad el ebano espacio, fue la hora de dar el último paseo a la diligencia que llevaría a Ralsei a las cercanías de su domicilio. Por ende, él, en las lentas pisadas que éramos forzados a dar, desglose hubo de lo actuado y por montón:

—Hay vida nueva en ti, y lo congratulo, Templeton; tus ojos que asoman a la finura del cristal lo demuestran infatigables.

—¿Qué sería de mí, bien dime tú, en la falta de los principios básicos, si no pudiera ser discípulo del buen maestro?

Cubrió su rostro con las manos y orejas, colorado como un pimiento modesto entre risas, y reafirmando en que exageraba para hacerle sentir mejor.

—¡Nada de eso! Admirar y agradecer me resulta muy poco, mi buen amigo —le corregí amablemente—. Que la práctica hace a la perfección, no suprimo en la idea tus doctos tácticos con ése quien compones esa primera y bonita amistad, Frisk Dreemurr. Es seguro que juntos han aprendido mucho.

Pero él apartó la vista, la llevó al suelo, y cierta naturaleza suya se apagó, más nunca extingió conmigo la cercanía, el cariño y la tolerancia, para abrir un hueco en su pecho. Y dijo:

—Entre Frisk y yo existen fuertes lazos amistosos que desde la infancia nos han unido, es cierto, y sin uso de razones en él me supe acoger cuando no tuve más. Sin embargo, a pesar de que le quiero más que a nada en el mundo, durante nuestros años no hemos solido comprendernos bien, eso ha creado en nosotros solo un propósito de emprendimiento, y una relación de inercia cooperativa en la convivencia que, a veces, siento que congelará tarde o temprano...

Y ya llegados a un lado del carruaje, con el reconocimiento del mismo felino adulto que daba control y cuidados de su caballo, manteniendo en la espera, algo tuve que decirle a Ralsei, algo tuve que compensar a su verdad; su rostro caprino yacía lánguido, alicaído por expresar lo que ocultaba celoso en su mundo, una verdad escondida la cual no simulé nunca jamás antes en la divinidad de las perfecciones que parecían verse en los positivismos del confidente animal. No todo le fue color rosa con sonrisas de miel; tampoco las tuve yo en el comienzo.
No cáustico en los hechos que su noblesa me dio a saber, yo era un amigo, el ser que estaba dispuesto a los actos de presencia en las buenas y en las malas, el que eliminó su egoísmo por él y renunció poco a poco a una parte prioritara de ese narcisimo que me identificaba en el yermo, por entonces visto gracias a su mano suave como un prado verde cubierto de hermosas dalías, con notas de los más sabrosos soplos de jacintos en el aire; una mejor persona había hecho de mí, un mejor hombre, un buen amigo.
Le recordé:

—Él sigue siendo tu primer mejor amigo —respaldé, alzándole la mirada por la mandíbula con el índice. Le sonreí en el proceso—. La honestidad de ustedes ha sido la base fundamental que sostiene esa amistad, y querer puede ser perdonado si se valora a partes iguales. Despojar por otro lado todo lo que se posee, para dar apoyo en el necesitado sólo sería tarea hecha por quienes sienten algo cálido en su interior; y aunque no todo pueda ser perfecto, no debes nunca olvidar que entre hermanos se tienen el uno al otro. En medio de los horrores del mundo, igualmente tú eres un ángel en su compañía, sin encogerte de tu altiva divinidad. No hay culpa en el corazón ni en tu bella naturaleza, Ralsei, porque cada vez que te veo a los ojos, armoniosos, profundos y hermosos me son siempre, y tú también te vuelves en un ángel para mí, con cada vez que la sinceridad de tu amistad me permite esas libertades, empíricas se tornan cada vez más a mis creencias.

Abrí la puerta del vehículo, y con el corazón lleno de sensaciones que florecían con el indefinido sabor por el torrente de mis venas, las amortigué en el caballeroso acto del servilismo, manteniedo aliño en un mejor estado del que por ahí entonces poco se sabía reconocer. Le agradecí por festejar conmigo en el cumpleaños, le aborrecí con otras tantas gracias por el pastel, el libro y las clases de patinaje, y me dejé estrechar callado en la comodidad de sus extremidades, llenos de lento e ininterrumpido suspirar, de ojos cerrar, a la búsqueda y refugio de un confort sólo posibles de sentir en el trato de un abrazo cercano que transmite tantos significados. Ocultó su rostro en mi pecho, sentí su nerviosa respiración, aquel hálito dulce que mezcló y duplicó con las vainillas y las brisas de las calles por muy poco nocturnas, no queriendo separar, no queriendo cortar del hilo que compuso nuestro día, y me miró por última vez esa noche: esos ojos, que a lo alto me miraban bajo ciertos espectros de iluminación, fueron de amarilis frente a un espejo de mis emociones, aún más dulces, y enteraron un sentimiento que corporizó el todo en todo de la beatífica pasión de los cariños que acaecieron en mi pecho sin una vocalización.
Pero él debía ir a casa, y así lo hizo en el final: embarcó sin apartarse de su delicada educación, en rubor, para descansar de un hermoso encuentro que jamás por los siglos de los siglos el tiempo borrará de la mente ni de los escritos.

No acabada en su totalidad esa misma noche, apenas un cuarto de la hora hicieron la diferencia con la madrugada estando en mis aposentos. Mi mente y mi corazón no obstante estuvieron en vigilia total, ahogados de pensamientos puros como los de un niño que vuelve a vivir su vida por segunda vez. No podía dejar de pensar en Ralsei en la soledad de mis tenues luminarias, recordando las escenas y los acontecimientos que encantaron grano por grano una dicha a mi emoción, hasta traer poderosamente la contemplación de mis pensamientos. No siendo una elección, perdía a consecuencia de los actos, el control emocional. Me hallaba ansioso, con el corazón vibrante y el aire de la voz cortada ante mil excusas, y no eran causales de un temor desconocido: la dignidad del espíritu humano ha tratado hasta la redundancia y la pérdida del sentido en repetir hasta el cansancio sus pesares aquí, ideas asombrosamente inconcebibles bajo una mala vida, mal vicio, la enfermedad y los cuidados de un viejo canidae que trató de compensar sus pecados dándome educación y estabilidad; y el nuevo problema del día, cuando no finalizaba, fueron materia nueva para mí. Me llenaba de calor ver el retrato de Ralsei, radiación y sensaciones de inertes fuegos fatuos con la más mínima y quieta apreciación de su arte, de su perfíl; moldura y perfección en cada trazo que daba la forma de su rostro era la misma que verle en carne y hueso, y llegaban a mi cansado ser como la esencia rejuvenecedora del éter luminiscente.

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