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—Ante los suspiros que los vientos han de conjurar —dijo—, que retiran conmovido tus indudables lágrimas y se las lleva consigo a su final, Templeton, mi dulce partidario, el más tierno rostro tuyo es el tributo que le das a mis ojos. Te doy las gracias por prestarme tu atención.

—Fieramente humano soy —convine con risa honesta y las mejores gotas—, y las gracias yo debería de dártelas a ti porque llorar es el fruto de tu bello esfuerzo. El premio no es solo aflicción en vano, buen Ralsei, que ruego ahora con una sonrisa que siento conclusivo, en que nuestra historia no acabe nunca tan cual al título de tu trabajo.

—Amigos seremos por siempre tú y yo, para contar y reír, para expresar nuestras penas y para superar, que nuestros testigos son el sol, la luna, el día y la noche.

Me eché a reír, más que convencido por la potable analogía, y él no dudó un solo instante en acompañarme en su buen contagio.
La reclamación del libre tiempo nos indujo también a frecuentar la cafetería, del buen gusto bajo la sombrilla y del diálogo expreso en misceláneos difícilmente posibles de olvidar; la música y la literatura de clase fueron materia repartida, bien gustosa y de tomar. Y cuando fue la hora de partir a casa, un buen giro concluída ese martes con la tenue caída del astro rey sobre toda la ciudad, detallando lo bello de Ebott al escrutinio de los felices, con un abrazo que, dando afectuoso las buenas tardes, no nos separaría por mucho, hasta el sábado 5 de febrero.
Con lo mismo, reiterante frente al claro concepto del cual alude a esta gracia, fue proceder el tiempo desvalijado de su capacitante propiedad, las ochenta y seis horas facturaron para contentar los encariñamientos y nutrir los lazos, así también para disfrutar del mundo y sus creaciones con setenta y nueve cartas expedidas, leídas y no acabadas de por medio.
Y fue ese sábado, el que se vivió del quinto día de cita con tanta fe ciega y renovada, sin discordia ni detención en ejercer la buena voluntad junto al sabio amigo sedoso, aquel que daba el placer cualitativo de disfrutarse de cerca a las voluptuosidades de su acrisolada empatía, su manera de ser y su bondad, que bien le vinieron todos con los rayos de la tarde. De su conocimiento tan igual a la caída ilimitada de las aguas limpias, del líquido traslúcido, vivo, puro y honesto; por mucho, no más que un mortal animal resultaba ser, y sin embargo, yo, su real amigo, desde el silencio contemplativo, o desde la distancia, donde las noches en que dedicadaba el tiempo al órden designado de los pensamientos eran sólo míos, le presenciaba como es posible en la cuantificación, en calidad de un sabio, y bebía avidamente del opulento ingenio y la sabiduría que perennemente fluía de su alegre boca, para crecer, aprender y ser un mejor hombre en esta vida, cuando se me concedía oportunidad. Sin siquiera creer que estuve jamás desacertado, prontamente por el paso de los días que han sido plasmados en este papel había resuelto llegar a ser un mejor hombre, y mi prueba fehaciente, cualidad del honesto escritor de tercera que no superó al portador de los Salvadores Simples, era lo que en felicidad concede la aptitud de seguir expresando la voluntad, y de resistir en los instantes a no terminar con todo. ¡Pero no! ¡Incapaz debe ser el silencio mientras tanto! ¡Imposible es detener hasta aquí tan fiera empresa a la que he decidido entregar lo poco y nada de mi esencia humana cuando todo acabe pronto! Hasta entonces, que el negruzco manto ejerza su presión. El gélido susurro a mis espaldas se empeña, agotado, tembloroso, en vilipendiar mi nombre con cierto llanto familiar. Y no detengo, fingiendo no oír, hasta que concebido sea en papel del recuerdo de cuando fui realmente feliz.
Sepas bien que ese sábado fue uno más de los cuales proporcionó otra media luna a mi rostro. Aún lo sigo recordando con aprecio, como el último de los candorosos existires míos donde no abundaba otra voluntad más santa que la del respeto... Ralsei, mi mejor amigo, me hacía sentir especial cuando no reducía ni temía de envolverme en sus brazos, no le importó jamás lo que dijesen u opinasen los demás, ni a mí poco menos me empalagó: era todo cuanto se proponía a expresar, para entregar un tacto más allá de la plasticidad, más allá de la cortesía distancial o la costumbre. Compartía, anegado de inmensa simpatía, lo sedante de su dulce interés a mi persona con la bienllegada, y eso, que me entregaban al cuerpo gratos estímulos de temperatura corpuscular y no dejaban de lado al seco sistema límbico, fueron la mejor de todas las medicinas que la ciencia moderna nunca podrá replicar en un medicamento tranquilizador.
Se principió muy pronto una conversación y, pasados de una minuciosa actualización de nuestros ausentes días hasta del estado actual, sujetó con permiso previo y costumbre inolvidable desde mi antebrazo para no estirar tanto de la voz —considerable como siempre—, en esclarecer los asuntos de la botánica y su gusto por la floricultura, en lo cual me entregó una descripción mental más que fidedigna sobre el estado de los zebulones, a lo que en tales motivos terminé por congratular; igual que Ralsei lo había hecho en el umbral de la confianza y las relaciones de un significativo par, integré para su gusto, de mis actividades durante esos efímeros días, que no dejando en el tintero aclaración para la reserva del bolsillo, le expliqué de paso y en parábola de cuento, que solo era necesario que el gallo intercalase con su cacareo en el tic tac de los astros durmientes un total de tres auroras para que, al cuarto aclarecer, desde su punto cardinal lleno de absolutas comodidades, libráse de su modorra a la requerida estrella que asoma su pálido rostro desde el Este y le concedan al portador el tener la experiencia de los años, junto a la edad de los sueños.
Que no por nada pensando en estas frases, mi amigo desovilló en el instante todo, más allá de esta humilde descripción, de camino al café. Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito en su sentido del saber, con una percepción finísima de todo lo perfecto e imperfecto, alzó los brillos más cegadores que no son  permitidos en medida por un girasol con anteojos.

—En el cuarto aclarecer... —repitió Ralsei, lento en sujeción de la barbilla, como lo haría un niño bueno lleno de emociones contenidas—, bien será el hermoso, el claro y el brillante día en el que tu llegada, dichosa, llenó el mundo con alegrías. Y yo, que igual a ti vive en esta vida sin mayores consecuencias, sin muchos aspavientos, sin histerias dándole fin a los males que trascienden, quiero estar presente en tu vigésimo sexto cumpleaños, mi buen y querido Templeton.

—¡Ya está concedido! —guiñé del ojo—. Y qué decir de esa astucia que no te falta lo que a mí de viejo me sobra y me acerca al invierno de la vida, ¡Ja ja! ¡Ji ji! ¡Jo jo!

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