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Irrisorio me era saber, motivos que sólo la ignorancia puede concebir a tanta insistencia que fue mandada, de que yo pudiera estar aliado ante toda cualidad entregada con lo macabro que concede hollar lo suficiente en los prados Asfódelos. Defino tan áspera conducta con el rechazo, que el mundo no pudo ser más tonto que el pobre de Abundio, y sin embargo parecerá que lo intentan superar. Yo no escribí por complacencia ajena, que los odiaba sin entender, si claro ahí no les quedó eso, y ello no renuncia en su cala. Con justa razón noté qué tontería sería ser medido por los demás, o en viceverso caso, a los demás por uno mismo; y este corazón que se abre con muchas complicaciones, siempre ha estado tan tormentoso para el resto... De buena gana, dejé ir a quien fuese por su camino, con tal de que me dejaran ir por el mío, y aún así, no ocurrió.
La base de toda obra armada fue y sigue siendo sin embargo, lo que ya me hace bien conocido: la melancolía. Portando muy poca expectativa de mortalidad cuando la fuente de la discordia me confirió vida, sólidos baluartes fueron el desaliento y la falta de intereses en perdurar lo suficinete para vivirla como se debe. En jirones me dejaba todo lo habido y lo por haber, que de pronto en aquellos tiempos desmejoré por males del vientre. Con algo de edad suficiente, casi en la adolescencia, aunque no apartado todavía de la pronta juventud, lo agravé incluso más cuando tuve cita con las gotas de Lete para que se llevaran consigo mi problema, del que nunca resultó en cumplir promeza de darle olvidos a mi traba humana; tan sólo vivir hendía peor que toda grieta anímica. Tras el amargor del confuso ayer, canalizé en trasparentar en lo posible toda turbación, miedos y predilecciones del romanticismo ficticio al papel que era puesto en mi paso. De fisonomía terrible, parecí ser la esmirriada imágen del hombre acabado, por un mal cuerpo. Tratos de la medicina me sometieron pronto a los conocimientos médicos, y no lejos del caso de llevar conmigo una afección patológica visceral, que de lo irracional contaba poco, y de la mente —según los diplomados— creían tener fructuosos resultados por escapar de sus indignas capacidades, pensaron al final que sí contaba con mi propia enfermedad, pues dijeron que no debía entregarle otro nombre a la monomanía, ni siquiera un apelativo. Y mi propia enfermedad, ahí entera a su composición, desafiaba no obstante todo análisis y explicación para los matasanos, por lo que descartaron todo, y no tomaron otro interés alguno en seguir mi caso del cual jamás me dio el estado de exánime deseado.
En total, con veintiséis lunas de edad en este presente actual, 29 de mayo del año 202X, mi cuerpo transformó para el colmo de males toda visión ajena; cuento con el incongruente engaño del mejor aspecto posible de creer, un porte y peso aceptable ante el promedio, una juventud nutrída y vigorosa, atado a un rostro que expresa pasiva y flemática neutralidad, que acompañándolo con los ojos marrones, y la elegancia de una pequeña nariz, por modestia respingada, son atributos no faltantes y que creo, lo que se consideraría por el sesenta por ciento de las bestias, como una simple figura en la lotería del gen humano. No evito pensar que, a toda manipulación metódica recibida y obligada por los galenos y su dogmatismo, no les quedó mejor remedio que el de lavarse las manos y delegar toda ineptitud a la selecciónes naturales que se rigen los vivos, deseándoles sin su remedio, en que se vayan al averno por su patética ineficiencia.
En lo profundo, mi dolor es real, está ahí, y no desprende ventosa alguna de su nido. Y el anciano Señor Algol, que poco, casi nada supo hacer o decirme en esos tiempos que me vio desecho, siempre financió para él y para mi, para sustituir así el consuelo y la falta de tacto que mi desprecio armaba por todo, con la bebida.
El señor Algol Higgins, reliquia andante, que de pocos consejos supo dar dadas esa indeble deficiencia como padre de piel, fue correcto en guiarme a modo de extrañeza, con una única admonición, referido en aquellos deseos que suelen reservarse en el baúl de los sueños: en el mío estaba la apetencia por convertirme en un escritor sin carácter, y así lo hice y lo he demostrado cuanto he podido tras el brebaje para escapar de una aislada realidad a la imaginación.
Frente al lecho del perro, secándose en sus agonizantes horas de vejez como una agostada raíz en su máxima decadencia, casi difunto, no dejé brotar signo alguno de lamento a esa inminencia por las causas que me corrompían, que bien sabía yo, no podía infundir lo más mínimo el sobrante de las fuerzas con las que no contaba para dárselas. No lamenté, por tener consumidas mis alegrías, por sentirme estragado moralmente ante decisiones de otros a toda una vida que ahí me fue siendo una tan joven para el rebaño, que se autoimponía trabajo literario para no perder la cordura, y que se alejaba mentalmente del mundo lo mayor posible, por sentir la falta ante un padrastro borracho, una falta de recursos morales, no quise llorarle lágrima hipócrita.
Y, a tantos años ya en su ausencia cuando el anciano se marchó, el tiempo me otorgó esas delicadas memorias de un valor adquirido, ese mismo valor que se insufló e incentivó en que fuese llevado acabo para la profesión, el comienzo de la comunicación textual para ser leído por otros, el orígen de los sueños en papel, y también, el causal de mi final.
Empatizar con lágrima faltante a su muerte no ocurrirá, aún ni cuando el cuervo grazna triste en la rama seca ahora, muy cerca de mi ventena, pero no cuando al perro le rindieron desde la iglesia la más breve exequia, ni cuando al siguiente aclarecer tuvo que ser llevado sin oración ni canto alguno que alterasen los lamentosos pasos del sacerdote, el del sepulturero, sólo un hobrero, y los míos; sin más que el último ritual de honras fúnebres, no eramos más, y ahí inhumaron su féretro a los húmedos tres metros de tierra plagada por los gusanos.
En estos momentos, el pesar es ahora muy claro, pero no corresponde a una pena paternal, no es del lamento que se entraña al que abandonado ha quedado ahí por segunda vez cuando siempre se ha sentido abandonado espiritualmente; cuando las nieblas de pluto parecen envolver mi marchito refugio, hasta casi devorarlo todo con la densidad de su desesperanza, inhalo lento, muy lento, casi reflexivo y del todo, su aire a mi alrededor, hasta anegar mis pulmones con su triste hedor. Es una senda de tristes las ya recorridas, y junto con los ángeles malos, una terminante Deidad quiere que acabe todo cuanto antes.
Escribo esto con una hiriente pena nueva que me castiga, me atraviesa el pecho y lo parte sin cuidado en incontables trozos...
¡Oh Señor mío! cómo me sigue latiendo pesado el corazón al escribir esta palabra de proporción universal: Amor... No me equivoco cuando considero ya que mis días, aunque los mejores, fueron nada más que un dulce sueño apurado, pero la esperanza se ha desvanecido no sólo de una noche ni de un amanecer cualquiera; todo comenzó, que en pos de mismo tema universal, y unificados en el extraño sentido del haber, convirtieron en mi análisis, una metafísica del amor y la muerte como mi punto del cual pregono ahora a la luna de plata, a su halo de dorados brillos para exigirle algo de asilo y que me envuelva en la delicia de sus brazos a la paz que deseo. Pero no atiende del todo blando; se escapa muy lento de mí. No le puedo alcanzar...

Sueños de Papel Donde viven las historias. Descúbrelo ahora