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Me había sido claridad argumentativa más que suficiente para menguar dilemas habidos y por haber cuando se colocó de regreso los lentes: en esa respuesta, que no pude más que hallarla conclusiva, comí del pastel y bebí del café, dando un aplauso por el sabor del buen postre y di un brindis cómico, ante la junta y ante el mitin.
Llegados mi momento de locutar a ciertas preguntas suyas y agregar una pieza de estima sincera al rompecabezas por siempre incompleto, fui un poco más humano y le conté, reducido y no menos reservado, a los descolorados óleos sobre el inacabado destino incierto que me fue escogido, sobre mis enseñanzas, quien había sido Algol, el mal que me causó horribles estragos dentro de la pálida complexión y, sobre el único camino que a kilómetros se columbra frente a mi vista y los designios de un ciego desinterés social cuando parecía no haber otra salida. Ante el soliloquio de congoja amortiguada por el filtro de la prudencia, Ralsei supo ser preciso conmigo, supo entender mis razones de actuar cuando callé, y ello, intelectualmente le entregó las deducciones asombrosamente perfectas de la inspiración de cronista que nos llevó a leer y ser leídos dentro de ese subterfugio; toques de su mano por sobre la mía, encima de la mesa, no temieron a perder un solo segundo por invadir el espacio que nos fue dividido, y con clamores, dio a flote lo positivo de todo acaecimiento pasado con cada palmada. Disonancia había en los orígenes de ambos, en nuestros colores, en nuestras apariencias, en nuestros aromas; un bien aprovechado, junto un mal no anclado en la disciplina, él lo aseguró con justo juicio; un desarrollo mal asido, que da contrastes blancos y negros y que causaron una gris amalgama, fueron su definición.
Mis respetos eran sin traba, enredaderas alimentadas de esa razón caprina, con irrefutable propósito, pues fueron gestadas por su buena condescendencia, y no me hicieron quedar allí con un sabor vestigial en el espíritu, ante el remordimiento luego de esa pasada transparencia; su mano, a la que no le pude ser esquiva ni ruda cuando se encontró aún sobre la mía, era tan esponjosa, melosa como una curita adhesiva que buscó reparar heridas, y no hicieron falta esos golpecitos de calor que acompañaron lo suficiente, cuando al fin habló:

—Eres alguien bueno, Templeton. Tú eres una luz de naciente luna, y aun cuando fríos aparenten ser tus plateados mantos en los oscuros cielos del alma, en horas felices me has entregado retazos de humanidad. ¡Si vieras cómo se iluminan tus ojos cuando conocen y descubren más allá del entorno!

Y yo a él, me dirigí igual:

—También lo eres tú en luminosidad del circunferente sol, mi buen amigo, y yo te admiro por lo que haces, por tus intenciones desprendidas como riegos de la clemente llama del sistema que separó los lóbregos entornos y confortó los cielos con un espíritu más puro, yo por eso proclamo contento a esa estrella.

Riqueza por sucesión en el dominio de su moral hubo cuanto pudo repartir, pues fue un ser dulce quien la poseía y la entregaba, muy caritativo y muy compasivo, porque la prodigaba sin cesar en oda a la compañía que tuvimos. Ya con eso, un poco de su sangre más animada me hizo el ser más feliz bajo el sol del cual nos seguíamos ocultando, y sonrientes y explayativos volvimos a ser devotos fieles de la bienaventuranza. Para cualquier pensamiento que se hubo dicho de frente, Ralsei Darkner fue, en todos los sentidos, un buen recurso, un alegre portador de polen sociocultural, una amarilla abeja afable, y muy ruborosa que acoplaba bien a todo concepto logrado en una encantadora tarde, la que, ante grandiosas escenas figurativas que se armaban dentro de la mente, desnudaban esas paredes por completo a otras ideas, deconstruyéndolas del todo, sólo para dar a sabiendas la vida que desmantelabamos aún y con la ayuda de un segundo café, en ese caso, capuchino. La extensión, que en su total llegó a sentir en el límite de una hora, fue una bendición concebida, imposiblemente se presentó la coexistencia de mil peros, aunque sí quedó tema en reserva para el después, y la bebida enérgica acabó con buenos resultados y sabor glorificante; fueron las diecisiete horas cuando llegó el momento de dejar esa conversación hasta ese punto culminante de los buenos amigos.
No será elaborado el describir el último acto de nuestra verdad, que por simples, esos minutos que circularon nos hicieron luego ponernos de pie, le ofrecí el dorso de mi antebrazo y él lo aceptó pasando su abrigador brazo dentro de la anilla del codo, y caminamos al compás de la velocidad que la pretensión lo requirió hasta la no muy lejos intersección entre el portal del parque central con la justa conveniencia del cochero aparcado, esperando a ganarse dignamente el pan con su oficio. El felino semiorondo, decadente, paciente y sin agobio de tal pasado se quedó en atenciones prestadas a su equina ganancia; y no más del tiempo concedido, su brazo, el de mi mullido escoltado, fue retirado del mío, recompensando la situación con un entendible hasta pronto que lo aclaró muy bien con un abrazo que me fue por ende concedido. No ajeno a ese acto déjà vu, le di a saber que, aunque todo mensaje del mañana fuese de lentitud asíncrona, de apoyo y presteza llenas estarían de textual loa hasta el último rincón de toda limpida hoja que sea posible dedicar. Se separó del aferro cercano, fiel fue entregado a su sonrisa aliviadora, y mientras incontables gracias me daba al instante que le abrí servicial la puerta del carruaje, le aseguré que en nuestras mañanas en las que bregaramos por la prosperidad interna no haría falta jamás misiva de su estimable amigo humano. Así, más tranquilo, detrás de la ventanilla vi su prometedor rostro, con su mano de malvavisco que en signo de despedida dobló los dedos al interior de la palma varias veces, hasta que de mi vista se apartó; el carruaje ya se había alejado, por dar rienda al servicio de su cliente calle arriba.

Los hados fueron benefactores, muy bien portados de ahí en adelante, propicios por mucho con nosotros en esto de contar, nos ofrecieron su divinidad hipotética, esa fuerza desconocida del azar que mejora los semblantes caídos por la infortunada pobreza que sigue imperante a los hedores del pesimismo; en menester de la compañía, cautivados por las infusiones entregadas del intelecto y el corazón acomodaticio de donde se nos valoró con deferencia tibia de lumbre, hubieron en fila de posteriores días mediante la saluda habitual y los girasoles matutinos, demandas de vernos otra vez. Ralsei me las elaboraba en carta con lo ingénito de su cariño en añiles idiomas, y requería en que, como los amigos son una gracia, un don, una virtud y un honor de palabras mayúsculas, nos encontráramos en el conforte de la idea par, y así suministrásemos del gustoso bálsamo que confieren sólo los amigos auténticos a la esencia del ser, si no desaprobaba.
La tercera ocasión, que de sábado 29 de enero se marcó en el calendario de los viejos ayeres ocurrió muy pronto: el tiempo me hizo ser un poco mejor en su transcurso deseable, más paciente, más atento y de buena traza. La psíquica torcía al lado positivo incluso en la calma del antemeridiem, cuando atendía en ocasiones al infolio de los Salvadores Simples. Interpretar su lectura en el ascenso de las luces astrales, de abrir ese cálido libro para esperar la aurora, como de noches de largo viento por la calle vacía para agotar, me dio sueños mejores y disipó con reparo de cualquier otra tormentosa pesadilla jamás devuelta mientras la suerte durase, cuando los íncubos negros ya se habían ido en búsqueda de los golpes que fueron dados al roble de mi puerta; ahí el Cuasi-hermano hizo de las suyas, y me ayudó sin hesitar.
Por no escribir más de lo mismo sobre las cartas de la semana, que decir basta sería imposible y un engaño de mi parte en su cantidad, esa espera concluyó. Me presenté, y él ahí estaba como cabría esperar, tan chispeante, paciente y ruboroso vistiéndo la túnica de los verdes tréboles y su bufanda de rosa arcoiris que a merced se hallaba al vaivén de los soplos, con su rostro iluminado, rutilante y muy vivo al reconocerme, que se puso de pie y corrió para estrecharme fuerte en sus brazos, tan briosos como los floridos entornos que llenaban de dorado por la tarde que declinaba como entrega sobre nosotros los hijos del mundo.

 Me presenté, y él ahí estaba como cabría esperar, tan chispeante, paciente y ruboroso vistiéndo la túnica de los verdes tréboles y su bufanda de rosa arcoiris que a merced se hallaba al vaivén de los soplos, con su rostro iluminado, rutilante y m...

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Lleno de ingenio y cualidades se entregaba, tan elegante, tan preciso el buen docente a mis ritmos cuando dabamos paseos cortos de aquí para allá cuando me asió del codo, dialogando; y su casual manera de ser, su dócil conducta siempre dispuesta a compensar lo incompensado, era uno de los tantos sones de alivio que siempre entregó Ralsei a los buenos tiempos. Cuando se nos agotaba el dinamismo de seguir dando pie, pronto impartíamos tregua en la cafetería para sernos aún incluso más familiares en compromiso. En el trato, cuando Ralsei abría las pequeñas puertas que bloqueaban el intrusivo saber de su corazón a los ajenos, y las enseñaba muy gustoso sólo a mí, solía tener la costumbre de retirar sus anteojos, a modo de transparentar un juramento, y no quedar en más que en la ligera ilusión estética de largas pestañas, y de sus comisuras oculares delineadas, que dichos actos del recuerdo, contribuyeron a robustecer esa opinión incluso más.

 En el trato, cuando Ralsei abría las pequeñas puertas que bloqueaban el intrusivo saber de su corazón a los ajenos, y las enseñaba muy gustoso sólo a mí, solía tener la costumbre de retirar sus anteojos, a modo de transparentar un juramento, y no...

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