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En sopores aún donde reinó el loco desorden de los pensamientos mezclados por ese tan impreciso y esquemático pseudosueño, no podía negar que experimentaba hasta ahí esa clase de tenue descanso por la dependencia, por amor y por preocupación en la ausente carta como en Ralsei. Mi alma dependiente, ¡sí, por todo dependiente! tan delgada como el espesor de un papel usado por las delicadas manos del caprino de mis románticos deseos, aunque diáfana a los espectros, siguió siendo motoramente sintiente cada vez más cerca de ese sol benigno, sin deseos de quemar hasta la depuración a mi minúscula existencia. En la parábola de los sueños, así la quise tocar, que tan cerca estuvo en el tacto esa ígnea esfera de mis dedos, conmovido estuve por el cándido trato que me daba, esforzárdome por atraerla a mis brazos doblemente, a sentirla desde adentro por la fototerapia que curaba poco a poco a mi alma de papel maltrecha...
Dependiente me sentí de esa estrella de rosas tonos, tan cerca de su masa, de su inconmensurable luz replicante a los ojos de mi caprino amor. Sin entenderlo aún más entonces, cuando dispuesto y deseado estaba de sumergir a aquel paraíso solar, de nadar en las auxiliadoras aguas angelicales que conformaban su esférico cuerpo simétrico en el onírico firmamento, aquel círculo de luz comenzó a repeler mi cercanía. Empequeñeció ante mi perspectivo frente, arrastrándome lejos de sí en tardo e impotente sentimiento. Estiré así con toda mi voluntad cada extremo de mis manos, aleteando, batiendo desesperadamente y gritándole con las fuerzas que no tenía para que no me abandonase, y, en lo que enseguida fue en la causa, con cada extremo de mis lágrimas fluyentes suplicaba sin poder hacer ni evitar que me desasistiera, que no dejase vulnerable a este indefenso papel en las garras del hostil y muy gélido universo. Y aún así no me escuchó, no me escuchó; mi voz se había perdido ya en el vasto espacio como a esa luz entibiadora de mi pequeña, pavorosa visión.
Con la indefensión, cualidad de miedo a lo desconocido por lo sucedido, el hombre y su mundo coherente, no más en una media de su posibilidad conocible, no permitieron que viera nada positivo; sólo en la truculencia pude asumir, como el papel de baladíes en el que estaba convertido ahí, que ya volaba demasiado alto, lejos incluso de la seguridad de mi suelo emocional.
Mi descanso fue todo menos amable. Esa manera de pensar por entonces, aún dentro del estado Rem (pues no acabó para variar) me alarmaban queriendo buscar de alguna contradicción, esa apología que defendiese extendida como irreprimible humareda a mi tan manifiesta razón de amar, que el poder de mis actos, el valor de mis palabras eran todavía más grandes, reales, llenos de valía incluso en un entorno donde la realidad no es competente y convierte al racionalismo en cambios de relatividad anímica. Y pensaba, impetuoso e inconcluyente en ese estado: ¿Por qué me persigue a mí, en particular, esa sombría debilidad, ese dolor apasionado en el desarraigo de lo que el amor me ha hecho experimentar...? Pero sin importar aquello, yo no despertaba. La estancia de esa dura intangibilidad me llevó posteriormente y muy pronto al encuentro con una cara conocida, o mejor escrito así, con lo que fue un sueño ya por antes recorrido y lamentable: allí, donde alguna vez caminé en un blanco paraíso lleno de vida, cubierto de laureles soñados al nivel de la Omnideidad; allí, donde los vientos purificaron mi satisfacción y me estrenaron un mejor sonreir, rejuvenecido; el lugar donde los antojos tomaron a mi sed por sobre mí con pasos de niño, a la fontana de porcelana, de aguas vivas, ya había dejado de ofrecer bebibles líquidos a sus necesitados. Con el triste desenlace, ondeaba los vientos en los que terminaría por caer hasta hundir sobre las aguas de esa fuente ya no potables del cual antes me arrodillé, más en sí ruines, densas, depresivas, adaptadas a la ilógica puesta de mi ser en su visión de portal estaban convertidas. Perdía altitud. Caería rápido en la fuente. Las aguas, emirieron un reflejo... una entrada visual a un peor entorno. Fueron la obra de algún portal, y yo caía sin poder detener. ¡Demoníacos jugos brotando, burbujeando, como manos de bestias, se mostraron crípticos! yacía un cadáver tan apartado en su obscuro interior, el hombre joven, el que ya no porta sueño alguno ni tampoco amor hacia sí mismo...
Ya cerca de los oscuros aceites, en el fin, oía un lejano y desesperanzador llanto de quien nunca jamás oí llorar, y sin embargo, fue una triste nota inconfundible de quien antes me cuidó: Algol Higgins lloró ahí por mí.
Todo lo anterior era sumamente confuso en su onirísmo, y a pesar que no fue tentable el saber cuánto me persuadió el permanecer allí ese temor incipiente, y que Dios sabe que en ese sitio cohabitan los peores sentimientos reprimidos, la malicia, la pesadilla, el miedo de verdad y la depresión junto con las fantasías, la alegría y la inocencia de los benditos sueños, poco antes de mancharme en la malignidad de la fontana, no desperté al final por propósito propio...
No se inquirió de más en lo que llegó a ser un mal concebido descanso deductivo en esas extrañas visiones engendradas por la ansia, porque se espabiló por un motivo ajeno a todo. Supe que era más de la medianoche, pude asegurar, y ni importó lo suficiente la hora; tocaron a la puerta del recibidor de modo apremiante, casi violenta, no lo suficiente, cuando la noche y su materia lo cubrieron todo. Y agitado, a tientas de mis fantásticas pavuras no disipadas de manera inmediata, incorporé de mi lecho por un susto como los temores en un menudo crío.
No puedo omitir aquel vuelco de felicidad que le dio a mi tensión, como a esa fuerza y el brío que cobró mi espíritu al ver una carta en el recibidor a tan temprana hora. Una corazonada me confirmaba sin embargo, en superficial reconocimiento, que era obra de mi tan adorado Ralsei para consolar lo ahí ocurrido. Menos nítido se hacía ese anterior presagio que la mancha de su maldadosa transmutación nunca llevó a dudar de quien se adora hasta los niveles más indecibles del precepto comunicativo. Y entonces... ¡Ay, saeta que se disparó sobre mi delgado pecho! un barrunto real me asaltó ahí de nuevo, para no desprender de aquel desasosiego que doblemente me molestó. Algo estaba sucediendo, motivos claros acaecían sobre la hora en la que hacía expedita esa información en las puertas de mi hogar. No perdí más tiempo, abrí su carta con ciertos temblores, y la leí.
En su letra, que denotaba desequilibrio, sin girasol alguno que diera algo de vida ni firma de su emisor, amagó inmediato la sonrisa que creí recibir. Contó lo siguiente:

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Templeton... sol y luna dependen para coexistir, y ¡ay de mí que le amo, que le tengo sitio en el interior y no pueda tocar no obstante mi rostro con sus gentilezas...! En esta tenebrosa noche, en el ahogo de saber quien soy, la luna, mi iluminada luna, será material del ensueño, el de verla digna en su altar nunca otra vez. Vacilo por sentir al corazón someter, y sin las blancas luces, sin cielo y sin estrellas, siento que palideceré en la febril condición por las lluvias que han comenzado a caer, amainando todo sueño por el que batallar. ¿A dónde arrastran estas tormentas tan heladas? ¿Hasta dónde nos convertirá en carne de látigo, en ensañamiento contra el espíritu del que de verdad siente?
Cuanto deseo sin embargo, sin palabra, sin estrofa que esconda el lamento del que corro, de un abrazo tuyo al que los dolores sean menguados por esta bella fantasía en el cual tus manos se aferran tiernamente a las mías...
En San Valentin, aquesto en el lugar de siempre, en nuestra hora mejor, será requerido nuestro favor, dulce caballero, pues debo verte...

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