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La objeción introspectiva de lo negativo existió acorde a lo poco menos que sueños que lentamente deseé dejar en el olvido, por un mejor cambio aplicable. Me seguían en cierto modo, tiempos oscuros que me definieron, como vestigios de mal sabor que no se apartarían de mí de la noche a la mañana; no lo podía atribuir tampoco al remordimiento, pues no fue mi decisión ser quien era. Difícilmente comprenderé una causa mayormente exacta, de ese axioma vil del anterior yo antes de la primera carta de amistad creada por ese docente: el heredero de los dominios de Algol, el portador de la palabra cruda e irrespetuosa en el papel, el transparente sin sensura, el frío de tacto, el hermitaño y, no osbtante, también el pequeño niño tan sensible al dulce romanticismo de las obras alcanzadas, sólo eso y poca cosa era yo de lo cual rescatar.
Y en el final, conocerme ahí otro poco, para sacar una definición absurda de mi tiempo lejano, fue el mayor de los desconocimientos a evaluar, hasta casi no inportar; en cada amanecer luego de ese precioso lunes de reunión, nunca dejó de llegarme las estimas de Ralsei en cada aurora del día, por los dos siguientes días. Comprendiendo de los actos de contrición que hube sentido por aquel entonces, tener el apoyo de una criatura de pelos suaves, parte de su atención y sus deseos, me daba una segunda oportunidad a los errados pronósticos grises del presente, y en lo que creí ciegamente, del futuro.
Me encantaba mucho ser remontado a la realidad del saber: ¡Le gustaba mi léxico, la gesticulación de las oraciones! ¡Adoró ese fresco perfume de pimienta que impregnaba por mi cuello y parte de la camisa de franela que vestí! Que nada me otorgó una sabiduría tan extensa en esta corta villa de los milagros y castigos, por todos los santos cielos que escribo esto, ¡yo le fui interesante de tratar! Parte de ese pequeño momento de bienhechor me hicieron quererme un poco más, y a hacerme valer, y también cómo no, me reía por lo directo del enunciado, incrédulo, admitido ya sea de paso. Y no todo quizo cortar lazos entre Ralsei y yo como buenos compadres, elevando en el escalón tan alto mi conducta, en la siguiente aurora cuando la moneda se pagara de igual forma y manuscribiera para él esos detalles tangibles pero no minúsculos, faborables, característicos en quienes lo preponderan y de paso pueda ya ser acto habitual de hacer saber; agrado por su letrada mente, su buena voluntad, ese ánimo que pareció ante todo brillar tanto como una pequeña llama amarilla dispuesta a no extinguir nunca a mil brisas traviesas, y de ese empalagoso aroma a vainilla que ante mi olfato, me fue de un intenso perfume, o me fue de un dulce shampú.

Formidable siguió siendo el curso con una nota al día. El respeto existía, y por entonces, nunca hubo incomodidades ni quejas cuando nos confesabamos tales informaciones honestas; era de considerar la realidad, que vulnerable y expuesta queda ante quienes pueden ver, valentonando aún más esa cadena que ya se había forjado en inquebrantable material en suma de anteriores dos meses, y que en pena por hacer énfasis requerida, antes no había nada de estabilidad mental, un cero en la proporción categórica, y así se corroían hasta sus más internas capas por el ácido del desperfecto íntegro y la soledad. Pues solamente entonces, cuando la semana misma se encontró sin acabar, en ese cercano jueves 20 de enero, a mi casa llegó como siempre su carta, la de mi buen hermano, quería que nos viéramos de nuevo, pues requerida era —si yo no oponía por supuesto—, la implementación de un tiempo más dedicado, detallado y poco más extenso, sobre quienes éramos nosotros. La nota citó para el sábado 22 de enero en mismo sitio, misma hora, para encontrarnos, charlar y si no es más claro, fraternalizar con un café.
Entendido es que, tras la introspección causada por mis intereses, lo hipotético del caso me llevó a esa situación en la que se creía que no existiría segunda oportunidad de vernos, y razones, al menos dos, no me faltaron para creerlo así: seguía existiendo una barrera (ya técnicamente más diáfana) de desinformación sobre nosotros que imaginé pasajeramente sería cortada ipso facto por lo básico de cualquier presencia estipulada; lo otro, el eje central que pensé sin darle a revelar, fue sobre el parecer normativo que tendría su compañero de aventuras, Frisk Dreemurr sobre esto. Él era su hermano no consanguineo, su más cercano e incondicionalmente el primero en extenderle su mano a Ralsei cuando abandonaron la triste y necesaria de olvidar Hometown, la voz de rectitud, de ley y de opinión. Podía ser posible, dentro de aquellas posibilidades, algún signo de intransigencia hacia mi ser por parte de su motivador, y era entendible si mi nombre —que no descarto que ya en ese acto le pudo haber sido revelado—, le hubiera podido causar un profundo rechazo e incitara a su malvavisco socio a pensársela mejor sobre confiar en un total extraño. Sólo era en esta historia un humano solitario de paso, un fantasma corpóreo de reputaciones cuestionables y, alguien que, como un caracol, oculto en el cúmulo de las extrañas características que me amarraron hasta dar forma a ser quien era, lentamente exponía, en pavores y gustos mixtos, los temblorosos ojos al exterior, lejos de las paredes que en encierro confeccionaron al confort del grito interior.
Imitativo en el caso donde en la primera junta no había sido una conversación que da patetismo a quien pone corazón y alma al encuentro y queda con nada menos que mal cariz, a esa fusión pronta que no permitió al avance unilateral de una comunicación sostenida por un individuo intentando por sobre sus límites imaginados entregar una buena impresión, bastó para que le aceptara vernos esa segunda vez. Yo no tenía incubada en la raíz malas intenciones a pesar de ser esa denominación de joven fantasma. No pedí más que una misericorde amistad para ser feliz y necesario cuando supe que la podía tener. Y en efecto, de su caridad, la de Ralsei, conformé que lo estaba recibiendo con todo su esplendor. Valía la pena el esfuerzo; fue la respuesta a mi incongruencia.
Le escribí como lo pude hacer cada día con la contestación ordenada, y fui, requerido debía ser, donde el oblongo recipiente postal se ubicaba para depositar el sobre.
Pensamientos ya no trataron de ahogarme en sus agitados oleajes, ni pudieron maltratarme, ni orillarme, lejos incluso de su turbio poder, hasta esa vera que busca dejar caer a los arrepentidos; no quería escapar del contacto, ni negar de un nuevo cercano; aquello era una mano santa, limpida, amable y llena de firmeza que, entendí, extendía en bajada su mano preocupada desde la orilla del pozo, para que yo me sujetara de la suya y ascendiera de esa brea venenosa que permanece allí, en el seno donde se oculta la emoción intensa y negativa donde beben los condenados depresivos. Perdía, como granos de arena en el descenso cónico de un reloj, el nerviosismo y las ansias reemplazandolas por un mejor aspecto.
Ralsei me otorgó la suerte de otra carta al siguiente alba, en viernes, y contento estaba por revivir juntos una oportunidad más de vernos para no convertir el apremiante recuerdo de haber compartido, en una reminiscencia menos provechosa, destinada a marchitar en los recovecos poco importantes de la mente estéril.
Lo bello de las creaciones compuestas por la mano del altísimo, viviendo el momento ya en el esperado sábado 22 de enero, caminando con una más de las casuales vestimentas que me la confería una camisa azul marino y pantalón gris, poco más deciso, más ambientado, ese día era el que había sido requerida mi persona de parte de un buen antropoanimal; emuló en la espera a mil horas, y no me molestó, porque todo me parecía un poco más vivo y tolerable cuando el fin de semana llegó, con mayores matices, con otras apariencias perspectivas que edulcoraban la amarga cuenta en esa tarde prometida; los ruidos de las calles ya no me parecían ruidos tan escandalosos, sino cantos desacordes entre la etnia desigual, la fauna, y la naturaleza; indiferenciado quedaba todo del día que comenzó, y puse lo más gusto que pude, el mejor de los rostros ante la oportunidad de encontrarme con el escrupuloso y sobretodo puntual rumiante de felpa.
La noción elemental de la amistad volvía pronto en mí, con todo su cariño, con todo su afecto, con todo el anhelo de que tan distantes polos se fueran requeridos en minúsculos contactos, como si fuese la primera de las veces que nuestras sonrisas conectaran; y que la pérdida, la ausencia de nuestras grandes mentes, de nuestras opiniones puestas y expuestas en esta mesa, de ser ello posible, solo disolvería la connatural relación que lo imposible ya había creado.

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