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Le oí respirar aceleradamente por la nariz, no muy fuerte, quizá entregado por lo leve de su instinto visceral o por lo intrépido de su impulso. Correspondí, ciertamente atribulado en lo apenado por lo Infrecuente de lo que se entiende sobre abrazar a alguien, pero no mucho fue el pensamiento dubitativo para que diera a favor suaves palmadas en la espalda de ese caprino que le contentaron bastante, gracias a la ayuda de esa mano mía que no cargaba con la bolsa de los regalos.
Su rabo, corto como un abanico de fibras, se sacudía sin mucha discreción, inquieto y sin detención a izquierda y derecha; los sentimientos de asombro fueron mutuos, pues eso lo convalidó si es que dudas seguían anidando sin permiso.

—¡No puedo creer que al fin pueda verte a los ojos, mi dulce confidente berkshire! ¡En verdad no puedo creerlo! ¡Estás aquí! Tenía muchas, muchísimas ganas de conocerte.

—Ídem es el sentimiento por este lado, gran dibujante y escritor, pero antes que nada —dije, y me separé con cordialidad de su esponjoso abrazo—, hoy es un día especial el que nos convoca, y debo hacer esto: Escuché del Semidiós hoy tras los sueños que tuve, él confirmó mis sospechas sobre ti. Dijo, extrañado, que ha extraviado a su ángel más valioso y yo le respondí en mi onirismo que supe donde iría a estar. Y frente a mí, ahora lo está. Ralsei, mi buen y único amigo, es mi intención desearte un próspero cumpleaños. Espero que en este día en el que cumples veinticinco recibas más de lo que pediste, que rías con un buen chiste, que disfrutes mucho, es lo justo, que te la pases siempre a gusto, y nunca, nunca más estés triste.

Cuando acabé de hablar, ambas manos suyas le cubrían la boca y hasta ciertas pinceladas de carmesí le tintaban las mejillas, ahogando una gratitud que no me era difícil de columbrar. Le extendí la bolsa, invitándole a su vez a que tomáramos asiento en la tibia solidez del marmol donde las sombras eran venebolentes con sus invitados para entregar sensaciones de calma y reposo.
Me impresionaba, ocupando puesto a izquierda del espacio vacío junto al festejado, sobre la calidad usada de mi dicción recitada cuando siempre había fortalecido la cohesión por sobre el léxico. No consideraba ser el lampiño que del maldecido silencio saliera ahí nuevo con el don de las palabras, pues carecí vida y media de ciertos diálogos familiares, de amigos y terceros para implementar incluso uno que otro pensamiento que usara poco nivel de cognoscible labia; no obstante, de estar nervioso, era así, racionalmente, e igual la determinación de dar un buen ejemplo, una buena imágen y un buen aspecto, me obligaron a entregar lo mejor a mi alcance en ese coloquio, fuese como fuese el resultado a anticipar. Remendé sin más, a ser ése quien abituado estaba ya de responder misivas en días anteriores, usando, con calma y disimulo, todo empuje positivo que nos llevó hasta tal esperado momento por los dos. Me incliné por la jovialidad y la filantropía, para hacerle feliz.
Las puntas de sus cabellos albinos eran tan lacios, casi transparentes como las alas de las mariposas a contraluz que, nuestra iluminación la traspasaba además de envolverlas incluso cuando sentados, estabamos en refugio de las sombras que brindaban los olmos a nuestras espaldas.
Ese abrazo que me dio la bienvenida, de algún modo, ocultó para mí todo perfil urbano, ocultó los rostros que en la cercanía me parecían contar complicación. Y pronto otra cosa también lo hizo, en pequeña gracia del momento en el que se vivía. Ralsei exclamó algo triste cuando captó en el suelo su croquera de dibujos, pasándole su mano para retirar el polvo impregnado en las hojas. Más de algún <<¡ay no!>> que se escapó de su boca me causaron algo que pensé, pudo ser terneza y pocas risitas nasales de gracia a expendios de lo sucedido.

—Lo siento, he estado dibujando el nutrido paisaje, porque llegué mucho antes de lo pensado, y ¡ay no! No acabé el bosquejo y además lo he ensuciado por el descuido.

—Me sigue pareciendo un gran paisaje alcanzado —adulé a lo poco visto— el que detallaste, tan preciso, tan dedicado, aunque esa tierra no deje impoluta a la creación.

Le pasé los obsequios, Ralsei los recibió con suma formalidad, sin abrirlo de inmediato, dejando el croquis en medio de nuestro asiento junto a su sombrero, asimilando seguramente en ciertos instantes sobre nuestro momento que logró dar un avance. Lo tomé, su creación, con todo permiso para adquirir confianza, y para inspeccionarlo de más cerca, y, comparar el reconocido talento gráfico que esas manos confirieron aún en actos de queda, o cuando girasoles llenos de vida me adornaron cartas de las que no me desapegué nunca en el ayer, hubiera sido una injuria total. Los fondos se acercaron al visual exacto donde esa mente tan cultivada por el arte las envió precisa a trazos de grafito que ahí yacían manchadas por el gris polvo sin borrón ni cambio a alterar. Otras bancas reposaron enfiladas en medio de la hoja manchada, como durmientes artificiales en el fiel dibujo, con usuarios de variopinta clase que requerían recuperar fuerzas en una caminata y que, en claro asombro mío al notarlo, algunos pocos siguieron ahí en sus mismos sitios sentados sin perturbación alguna, sin haberse apartado de tan agradable lugar ni un sólo milímetro. Flores de Dalía y Jacinto cubrieron las orillas del recuadro incompleto, donde el cesped dominaba gran parte de la tierra y saludaba a los visitantes con su verde color. Con esa manera tan única y diferente de crear, de todo lo visto antes por artistas contemporaneos al dibujar flores, no pudo en un sólo instante serme un trabajo falto e insensato. Fue perfecto, en la humildad de la imperfección, y me encargué de dárselo a saber con un cumplido que me agradeció con lo honesto de un gesto.
Entre tanto, le sugerí a Ralsei abrir la bolsa de regalos. Lo hizo. Era delicado al momento de revisar las pertenencias, minucioso y curioso bajo los filamentos de sol que se filtraban por el tamiz que componían las tupidas hojas de árbol. Le había encantado el color de la bolsa, y por segunda vez, su sorpresa floreció tanto como los pétalos de un danzante zebulón que contento se pone por su ración de sol y se esfuerza por alcanzar incluso mucho más de los cielos vivificadores.

—Pero, Templeton, yo... ¡Esto es mucho más de lo que yo puedo merecer! Mi dulce amigo, no puedo abusar a los gastos de tu buen corazón. ¡Esto no sería justo!

—Oh por favor —respondí, en clara confesión de mis sentidos, muy sincero, muy humano y muy contento—, no hagas de esto el sentir del viacrusis y lastimes a tu ser. Es un momento especial que no debe ser arruinado, ni menospreciado por la humildad de tu espíritu. No es justo, puedes afirmar, y es cierto, te diré, porque tu amistad sincera me ha demostrado que mereces más. ¡Es tu cumpleaños! No siempre se tiene oportunidad en que tan distantes astros unificados por el poder de la amistad se alineen precisos, pues, en el que magna admiración siento por tu obra, Salvadores Simples, y tus incontables dibujos, me han llevado hasta el borde emocional, donde más de alguna lágrima me bajó para bien los negros humos del narcisismo.

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