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Razoné: ante aquel órgano locuaz, que asomaba nuevo al margen de mi diario vivir, en menos de lo esperado celebraríamos todo como recién llegados, muy seguramente con un esperado convite junto a su compañero de armas, acabado fuese todo y antes de tiempo seguramente, siendo eso nada más ante el teatro de conocerme y de darle los regalos y dialogar un poco. De serlo tal cual como lo amoldaba la manía, el sentido común prevaleció un poco mejor en el resultado, admitiendo con falta eso sí de totalidad; un punto positivo notable fue que aceptó todo de quien en el fondo fue un desconocido para que nos vieramos, ello tuvo un costo y dio favor en hacer que tomara en cuenta, muy detenidamente en el atardecer de mi lecho, de que los resultados no podrían ser fulminantes cuando llegara la fecha del encuentro puesto que yo sí le agradaba, y siempre eso me lo hizo saber. Era sin discusiones una conexión que fluía en base a honestas comunicaciones, tardías en cierto modo por lo arcáico de la mensajería, pero siempre, a pesar de todo, lo escrito eran expresiones sinceras en toda epístola intercambiada que nos hicieron continuar. Ya más seguro en el porvenir misterioso, traté de reformar todo detalle negativo por lento que fuese, y paciente en la disciplina interna finalizé mi noche admirando como el rosa cielo tornaba pronto en azules oscuros, y se convertía lento en el océano nocturno donde incontables estrellas brillan en su denso manto por la preciosa eternidad del observador.

En el siguiente aclarecer, un viernes 14 de enero y otro más del que me ha sido irrealizable el sueño de anularlo, me fue relevado con una carta de Ralsei que impaciente, contaba los segundos como un ser de puntualidad crónica, agradeciendo de antemano lo que poco menos de un día depara con un incontrolable mordisquear de garras. Anteló, llevando su afligida educación como recurso cohesivo que saltó de lo bueno a lo malo en aquella bipolaridad de manuscrito, disponiéndo a lo sumo del sábado con apenas dos horas para presentarse en el nexo —indicando de paso que sería en el punto medio, en la arboleda de olmos concurrida donde nos debíamos de encontrar—, pidiendo entre disculpas comprensión sobre las muchas actividades que debían ser atendidas en mismo calendario, ya que otro más entusiasmado en festejarle le era Frisk, su fiel camarada que igual cronometraba relojes para ser el primero en darle la entendible enhorabuena, aplicando extrañas presiónes mentales a modo de apremio al tiempo que parecía, como no, transcurrir a gatas. Ya me sentía satisfecho con saber que me concebiría una oportunidad de darle mis más sinceros detalles, y redundante en esta red de comunicaciones le indiqué —pensando, debo aclarar, que cuando empleé la pluma y comenzé a escribir esa afirmación, me sentí frente a la brecha que separa los extremos alternativos de las historias, sobre los finales que eclipsan una idea por entonces formada por inocencia auxiliadora, sobre la posible última de las cartas que quizá él me quisiera enviar al sanctasanctórum cuando todo acabase luego de ese suceso—, que estaba bien en que fuera breve la junta para no abandonar así la fiesta con su compañero, ya que en ese parque no conocería al mismísimo Edgar Alan Poe, ni tampoco a Johann Wolfgang von Goethe para emplear más de los ciento veinte minutos predispuestos, sino a alguien tan simple, mortal en su básica cualidad corpórea, que de algún modo buscó obrar bien por primera vez para dar una felicidad que componga mayor paz mental en la senda propia. Entreveía preciso cuando la cita acabase, que sin otra actividad de por medio como lo lograba una suma a esa edad, no se darían más intereses a vernos en adelante, cuando el misticismo pusiera ese punto final a este cuento...
Pero no perderé más minutos en extractar lo que es intuíble para recapitular a mi frágil memoria ya abatida; envié la carta, la espera ayudó respecto a la reflexión, la lectura hogareña tomó mi atención lo suficiente, y cuando oscureció, me entregué a la necesidad de dormir, porque debía hacerlo, halabando no oír ni susurros de abstinencia nerviosa dentro de las paredes craneales. El silencio reconfortó, y dormí sin pensar más hasta la mañana cuando supe que podía hacerlo.

Adentrarme desde aquí en la narración me es difícil, doloroso, no aliviadora, que es como un campo de rescoldos donde caminé dezcalzo sin saber adónde iría a parar ni adónde detener, y que sin embargo no detuve, porque continué por ser dejado llevar en las emociones. Compendiar hechos me desequilibra, el roce de las yemas de mis dedos sobre cada tecleo mecánico de la gastada Olivetii hace que dude por segundos si continuar o no será lo correcto... Pero detener hasta aquí no hace ni hará mejor que sólo dar vuelta las invisibles páginas del edén que traté de ojear, edén que habia sido mío cuando no quejé por el correo que llegó a cobrar una parte, como de aquel mismo intruso que las mandaba para invadir ése edén, que marcaba sus cariños para que yo soñara en sostener mi atención en algo más que sólo mi destino incierto. Y yo lo permití.
Hasta aquí, no es simple la posibilidad de olvidar... no lo es, ni lo será nunca.
Sentía, dentro de la eternidad de la mañana del sábado 15 de enero que transcurría con las brisas frescas que aparentan traer buenos presagios, cuando las aves canturrean con coros que deleitan el fondo de los escenarios armados, el aire que creaba ese comienzo, desde mi hogar, fortificaba el carácter necesario para afrontar una conversación admirativa —plática admirativa en el sentido plural cabe señalarlo—.
Luego de comer el desayuno todo iba bien y, considerando en vista lo poco sociable que fui siempre, y la excentricidad que me coronaba con los disparejos trabajos que otros se habían y siguen fascinado hasta el punto de tratar en un sin fin de ocasiones conmigo entre entrevistas y consejos para principiantes —que de verdad fue un colmo a la privacidad—, para llegar a antipáticos casos de prenderle fuego a todo correo asaltante que intentó tomar de mis preciados segundos de vida.

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