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Me gané un codazo suave en las costillas, junto a sus risitas correctivas por aquella cómica y disparatada falacia dicha.
Sostuvimos en siguiente acto un largo, entretenido y requerido tête à tête, con el mas delicioso de todos los pasteles de ganache y un café de cuerpo suave, amielado para acompañar. En el punto, que no paraba en seco lo de llevarnos tan bien, continuó versando por parte de Ralsei, sobre lo que sería mi muy íntimo cumpleaños. Notó que del todo yo no estaba tan inquieto por adquirir un nivel a la ya correspondida mayoría de edad. En seguida miró hondamente a mis ojos sin pestañear, calmo y suave, pretendiendo penetrar en los sentimientos (creo pudo ser eso), estudiando, analizando mi pasividad al verme comer del pastel. Que en cierto modo me divertía su leve esfuerzo, por vez primera nunca consideré a mis adentros que me sentí desde ahí, profundamente impresionado por la personalidad de mi compañero cuando reunía al completo, en gesto, en el físico y los tratos nuestros, las cualidades de la femineidad (la abnegación, la delicadeza, la intuición y con el buen gusto que me maravillaba).
Ruboricé nervioso, aunque no incómodo.
Aclaré, como medida evadible —y real en su parte, pues no mentía al haberlo hecho esclarecer— que no contentaba el hacerme un año más viejo, pero que no obstante, este año sería mucho más diferente la percepción interior de esa ideología necia, inmadura, casi cúbica y retrógrada del tiempo pasado, porque un buen amigo mío estaría presente para contentar al agrio de espectativa. Y, ¡bendición en la comedia! Que de no ser porque estábamos separados por el espacio de la mesa deleitando del incontable paroxismo de sensación en cada bocado de ese aperitivo, seguro hubiese sido que mis costillas se habrían comido otro blando codazo de Ralsei, por mis bromas cubiertas de nimiedad, que mermados quedarían en instantes con otro juego de sus más sinceras preocupaciones ocultas en la tímida risa.
Resultando ser las diecisiete de la tarde, con el oblicuo sol debilitándose muy lento en su paso, entregándo hasta el último asomo sus leves temperaturas a nuestra junta, mi intelectual y mejor amigo estaba feliz por él y por mí: ya de pie, eslabonó su brazo a la fosa cubital por costumbre del paso nuestro hasta la bifurcación donde se presentaba el acceso al parque central junto al aparcado del carruaje, e ideó en su dulce servilismo mil ideas que no interrumpí, salvo en las sonrisas compartidas; tan solo viéndole alegre y dichoso le entregaba la mejor de todas las sabias al cuerpo mío ya sereno por esos tiempos.
Cediendo de esa tarde, con el aledaño vehículo que en espera quedó, era indudable que Ralsei no me permitiría partir sin antes ser abrazado. Y extendiendo de los míos la vulnerabilidad del tacto, muy contento, en rumores sosiegos se entregó al apego, para irse a casa en calidad de absoluto:

—Gracias por este hermoso día. Nos vemos en tu cumpleaños, mejor amigo mío.

Otras cartas hicieron llegada al sanctum cuando las aves en el amanecer trinaban sus más bellos rituales, y sumaron al valor de mi fortuna con ochenta y dos mensajes, todas y cada una de ellas creada por las seráficas manos de blanco que dan propósitos al receptor. Era cada día mejor el que se vivía, y símiles en el orgullo éramos quienes nos entregábamos a la honda escritura asíncrona. En el proceso concebido de las ochenta y seis horas hubiera sido impropio del correspondido par excellence caprino en agotar de esa vena tan amable que siempre le latía desde su acaramelado corazón con amplias sensaciones sápidas, lo cual significó que las tres cartas que llegaron fueron mitad aprecio, atención y cariño; la otra del lado inferior correspondió a inmortalizar la cúspide del insondable afecto literario con flores manuales en calidad de abundancia y colores surreales que serían imposibles si es que quisiese desprenderme de ellas posteriormente.

En un profundo estado rem, inicios causados paradogicamente por una antilogía incomprensible, se hallaron prontamente el resto de los sentidos humanos cuando la madrugada era la última barrera del tiempo antes del encuentro a festejar. Mi espíritu reposó no por mucho en calma de la desconexión, aunque fui dotado de paciencia en la irrelevancia de los mundos prefabricados que arma la increíble subconciencia latente, destinados a entregar una obra inconclusa y desaparecer frente al prefecto de la razón, cuando el lucero del alba se difumina y le es reemplazado cuanto antes con el espectro luminoso que cubre nuestra media parte del globo. Pero no desperté ahí, sino mucho antes. En las incorpóreas andanzas hipnagógicas que di en el eterno campo de los laureles soñados, cuando el cielo compuso no en celestinos toques su pintura, sino en un blanco e indescriptible paraíso, pronto vi que una fontana de porcelana era un punto resaltante de los extraños caminos involuntarios. Una sed apremiante, casi inagotable, me poseyó de inmediato, con lo cual me acerqué para enriquecer el cuerpo y la mente. Desde el interior de la fuente el agua más viva recorría sus canales hexagonales, tan real como la traslucidez lagrimal de un ángel principesco ante el servicio de la Deidad absoluta, y fluía toda a mi beneficio como corriente de vida eterna para humectar mi seco interior. Quise beber de su cristalino mineral, arrodillándome, sumergiendo mis cansadas manos, palpando deliciosamente el agua fresca entre los dedos, sintiéndo como recorría la incansable fuente de vigor en cada gota que escurría y danzaba por la cavidad de mis palmas. Hasta que el fluido, tan cerca de los labios a punto de ser consumida, se apestó inmediato, hasta corromperse: de negro tornó su volumen, adquirió la más espeluznante densidad igual a hedor, y un vacío del que posible fue ver al tenerle de cara, no fue un reflejo, más solamente una terrible pesadilla separada, que el coincidente pensar de la mala suerte me hizo ojear en menuda cantidad de segundos. ¡Sangre y muerte! ¡Una vida común se cobraba del otro lado!; me aterró vivazmente por lo poco que vi desde ese reflejo de portal... Su apariencia nueva me llenó de pánico, por lo que derramé con pavor esa pestilente tinta, retrocediendo.
Y una voz que alguna vez pronunció mi nombre de pila, fue rugido en lejanía por los vientos que marchitaron los laureles en mi alrededor. Fue un clamor cansado, muy viejo, compuesto de críptica determinación que no repitió más de tres veces para así desaparecer y traerme de vuelta a las cobijas de la cama.
Y yo la reconocía: ¡Depón! ¡No...! Hijo...

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