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<<¡Qué considerado de tu parte! Está bien. Encantaría mucho, si no es algo atrevido>> dijo sin más, y se aferró sin cargar pesado su brazo bajo el mío, acompañando en percusiones nuestros pasos en paralelo. En seña clara, dejé de mi parte en el saber mutuo sobre la lástima de que el tiempo volara, apenado cómo no, por la llegada de ese fin; y siendo sólo hasta las grandes puertas que dan en división el nutrido parque central de Ebott de las transitadas alamedas, pues hasta ahí se me pidió ser su escolta. En mi caso, estaba satisfecho con los encantadores resultados, y reiteré por bastante las palabras que hicieran falta para dar las gracias; y el empero surgió ahí ante una idea que no aseguré muy en comienzo he de trasparentar en el recuerdo de tiempos que ruego poder repetir porque, contrastando ahí positivamente ante las diferencias cualitativas que nos amistaron, Ralsei me dejó también en una considerable apreciación de los sentidos, su pena por tener que dejar todo hasta aquí. Aunque el tiempo no detuvo los influjos, fuera ya de la vegetación del parque, fuera de su mundo y de los caminantes disonantes, la noble presencia de un cochero de felinos rasgos, grueso y de buen carácter estaba al servicio del transporte, que descansaba sentado desde las hermosas terminaciones acolchadas de su carruaje de negro azabache, junto a un poderoso, dócil e imperturbable equino Belga de tiro que usaba en la cabeza un penacho adornado de plumas.
Me miraba Ralsei en silencio, cuando hice que se desprendiera de mi antebrazo. Era complicado usar una palabra que especificara tanto lo que había creado esa unión. Había cumplido el cometido, todo al pie de la letra y de principio a fin, y no tenía derecho ni intención a exigir más. Así, que todo había sido fugaz entre nosotros, sólo pude decir:

—Sé que te tienes que ir, pero, te vuelva ver o no, escríbeme si así lo requieres para que cures malos recuerdos y decisiones si los haz de tener. Cuenta conmigo si algún día te pierdes, o si dudas de cuánto vales, pues tienes mi mano y mi apoyo en cada carta. Con las misivas, siempre voy a guardarte el abrazo necesario, mi buen amigo, ¿está bien?

Y deseándole lo mejor, sólo pude atinan un hasta pronto como el final de nuestro día, con otro apretón de mano. Evadió eso y en su lugar me dio el último abrazo, más corto y calmado con un susurrante <<está bien>>, pero no falto de cariño ni de fuerzas para regresar cada quien a las vidas que nos correspondían. Me soltó. Le abrí la puerta del carruaje con una pequeña inclinación para quitarle algo de trabajo laboral al cochero, y embarcó con una sonrisa apagada que no pudo ocultar. <<Entonces me despido, querido Templeton. Gracias por esta maravillosa tarde>> dijo Ralsei, y con sus obsequios en el regazo, cerró la puerta y no me miró; el felino tomó de las riendas del caballo, sólo una sacudida sonora bastó en lomos de esa bestia tan docil, mientras el sólido paso rítmico del caballo, el acero del revestimiento sobre los adoquines y su amo, desaparecían lentamente con el sacudir de mi mano en un adiós, ahí entonces, hacia un vacío visual de la curva calle arriba.
Volvía a ser un hombre solitario a orillas de la vereda. Sin embargo, en mi brazo izquierdo, tuve aferrada la croquera, lo dejaba cerca del corazón, con el buen recuerdo de la esencia de su antiguo dueño, y sonreía. Regresé a casa tal y como había llegado allí, agradeciendo conservar no únicamente el cuaderno de valor incalculable, sino igualmente la gran experiencia que, entre confusas e inexperimentadas condiciones, todo lo acontecido, en coherentes hechos de vernos frente a frente, hablar, conocer el timbre de nuestras voces, nuestra breve sinceridad puesta por encima del temor de ser criticados o contradecidos, y llevarnos perfectamente bien en la armonía en la que en similitud una pluma de ave puede danzar por la voluntad del viento con total plenitud de las condiciones, me hacía darle más sentido a las expectativas hasta ahí adquiridas.
No puedo mentir, incluso ni esta triste noche de mayo al dejarme llevar por esto, que cuando llegué a casa ese 15 de enero, aún la calidad de fantasías de celeste me siguieron entregando paradisíacas percepciones de cuánto me rodeó en ese día tan especial. Pero era feliz. Lo estaba siendo cuanto podía serlo. Siempre consideré que existir mudo bajo las sombras de la rendición no sería más que un sueño transitado por los pasos de la incongruencia. Que la revelación de los sentidos no era más que la extensión de un engaño hacia nosotros mismos por darle sentido a la miseria. Que obrar por la profesión, conceder de valías y talento a la vasija que conserva nuestras esencias no era más que un camino obrado por infinitas sumisiones para estirar el sentido de crecer, siendo prisioneros de nuestras propias limitancias. Pero, cuando para mí, toda vida en general era tan insípida como una ogasa de pan seco, ennegrecido y duro; cuando el baúl de los sueños que se reservan no entregó a mi mente la absoluta paz, y de soledad y de mutismo me alimentó cuanto pudo con los cuentos que estas manos débiles parieron con sangre, alcóhol y lágrimas, ese buen amigo caprino valoró del único idioma que supe dar a otros, se comunicó conmigo a pesar de la mala fama que muchos con seguridad habían pormenorizado en mi contra, e hizo, sin juzgarme ni burlarse de mí, que ambos cumpliéramos un sueño que hasta antes de ese primer día donde surgió la intención de escribirme, no sabíamos que necesitábamos tanto: eso fue el ser amigos de verdad.
Me sentí absoluto esa tarde, contemplando en lo normal de mi viejo silencio cada obra de ese dibujante esponjoso, desde el reflejo espiritual de incontables flores, retratos de su descubierta personificación animal que el autoestima le otorgó para mi suerte otros perfiles de los cuales admirar a ese agraciado influyente, y el resto, que copado estaba casi la mayoría, lo compusieron con sorpresa y sin estar yo preparado, de adaptaciones escénicas de algunas de mis obras plasmadas en arte. En honor a esa tarde, trasparenté a mi ser interior y le fui sincero, por ser real y conciente de la posibilidad que nos habíamos entregado, escribiéndole una obligada carta detallándole lo agradable de su hermanable presencia, lo grato de nuestros entendimientos, lo reconfortante de las risas que convertían a las dos tan distintas, tan auditivamente desiguales como refugio de nuestros temores e inseguridades en una simultánea expresión de agrado recíproco y de confianza. La fui a depositar con tanta felicidad cuando la terminé, corriendo, siguiendo con mi sonrisa activa y a flor de piel, alcanzando, imaginando querer no perder a los lividos fulgores del sol poniente que ya poco a poco se ocultaban de mi vista y de Ebott. Corrí, sintiéndo la imágen de miles de flores que danzaban vivas en mi mente, creadas en grafíto y no más, por habilidosas manos cálidas, encantadoras tras sus cojinetes plantares de rosa color. Todo me pareció bello, incluso dulce de sentir, dulce como el hálito del viento fresco sobre mi frente, cuando ya oscureció.
Ni cuando regresé a casa esa impresión dejó de serme inextinguible. Y sin más que reconciliarme entre el ser, el sentir y la paciencia, volví a contemplar el paraíso de las estrellas desde el marco de la ventana, perdiéndome en el éxtasis de las comprensiones, y esperando, de igual manera, que para ese buen docente todo haya estado bien en ese lunes.

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