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De buen juicio supe que no disgustó. Lo aceptó humildemente y con una sonrisa que me marcó, y con otro agradecimiento de su parte, con otra pasiva y tímida mueca, que me daba dulce y viral alegría por llevarme bien con él, conformó pletórico. Se impresionó bastante con la calidad y la cantidad del frasco que contenía los lapiceros, también entusiasmó mucho que fueran los que su merced necesitaba; la libreta de amarillo carácter era el segundo objeto codiciado que sus gratos intereses gráficos llevaban de la fantasía a la pronta realidad de su evolutiva imaginación caligráfica cuando tiempos libres le incentivaran a anotar lo que deseaba; el tercer y último regalo lo compuso el par de sobres de semillas de girasol que había aceptado recibir, que al verlos al final de la bolsa, le hicieron dar pequeños y repetidos brincos de incontenible felicidad, que en el buen influjo que su ánimo adquiría ahí, me explicó:

—Cada semilla crecerá sana, adquirirá vida y alcanzará la belleza de los tonos crepusculares. Rodearán con su lozano pigmento mi vergel, para recordarme cuando les riegue y les dé mi más sincera atención, de que están ahí gracias a un buen hermano que ha pensado en mí. Muchas gracias, querido Templeton, por darme esto.

Mía era tanto esa gratitud del encuentro, que todo en el caso era visto con buena luz, era una circunstancia inolvidable en la que estando lejos de casa, estaba compartiendo con alguien que jamás vi sonreir antes con tanta detención, reconstruyendo íntegramente los deprimentes eslabones que antes tensaban a la vida oxidados y a punto de cortar, por sólidos lazos de hermandad.
A continuación Ralsei dejó cerca suyo los regalos, estaba contento por cada presente recibido, y enseguida, lamentó que lo que estaba a punto de hacer no fuera de iguales proporciones materiales a lo obtenido. Tomó su borrador, lo miró con aire de recuerdo, y me lo obsequió sin que de su semblante desapareciera el reflejo del buen corazón.

—Deudo fui en los últimos días que pasé en espera —dijo, en un suspiro lento—, para darte el abrazo prometido. Lamento estar estático laboralmente en estas fechas tan inertes, y no alcanzar la suficiencia con la que me reciben tus detalles... Sin embargo, quiero que conserves mi croquera, Templeton, como símbolo ante un mejor recuerdo de los dos. Dentro, están obrados los zebulones que acompañaron las cartas enviadas a tu vivienda y un poco más. Tú me inspiraste a que yo las creara tanto como a los cuentos que te escribí, cuando me ofreciste tu amistad y tu preciado tiempo. No es mucho, pero ahora, tuyas son. Tú las cuidarás mejor que yo.

Mis palabras ahí habían tropezado lo suficiente, como quien tiene algo que decir y lo no puede echar afuera; mi mirada yacía perdida en estupor de sus hermosas creaciones; era propicio a llorar por haberme regalado eso, me temblaban los labios, y los ojos vidriosos los tuve, y sin embargo, a esa natural sensación irreprimible, mi goce humano estaba siendo una proporción de sentir incuantitativa; sólo un contacto visual, nada más que sólo un trazo de mirada de ese considerado caprino, me hubiera sido suficiente para quebrarme en lo débil y puro de un sincero llanto que le demostrara esa realidad de cuanta falta me hacía tener un amigo en esta vida llena de soledad.
En el silencio, con algo más de respeto y sin levantarse, Ralsei se acercó a mí, para otorgarme de un segundo abrazo que desde mi rostro, desconocidas palabras debió de comprender que me serían difíciles de poder departirle en ese estado. Me abrazó por la cintura, y nada nos perturbó. Pronto toda calma y afecto trajo de vuelta el alivio a mi interior luego de esa pausa. Abastecido sentía el corazón cuando respiré, y mi seguridad me daba la valía de caer en lo rosa de su iris para hacerle saber que estaba absoluta, irrevocablemente agradecido ante este vínculo afectivo que las cartas, la distancia ni la impaciencia no habían desecho ante la constante danza de los encuentros y los desencuentros imaginados en nuestro mundo. Ralsei también no fue indiferente, me agradeció por ser su real amigo cuando todo comenzó, relatando sus expectativas, las que no hicieron más que avivar la sonrisa cuando explayó su ilusionado parecer, en el que cada día creaba un propósito el comunicarse asincrónicamente por la distancia, porque con cada carta enviada bajo márgenes inusitados, ser recompensado con una respuesta, lo valia —dijo—, creando un bálsamo de mejores noticias, las que hicieron que valiera la espera cada día que se contó. Supe que no me mentía; sus ojos, tan cristalinos y expresivos tras sus introvertidos lentes, como sus cabellos bajo el espectro que se escabullían de las copas de los olmos, diáfanos e innegables y dieron a parar débiles a su cuerpo; su voz lo declaró con sumo comedimento, credibilidad y paz definitiva, y era todo lo que mis oidos pedían querer escuchar.
Con una hora restante del tiempo que nos habíamos propuesto pasarlo juntos, el diálogo no se hizo acabar, aún ni cuando empezaron a hacerse más fuertes los rayos de la ígnea estrella por los alrededores. Nuestros intereses se conectaron en la conversación coloquial a viejo recuerdo de las pasadas formalidades que se pidieron eliminar en pos de franqueza, disfrutamos lo posible nuestro encuentro con un sin fin de preguntas que no tardaban en ser respuestas anecdóticas dignas de subrayar, y lo bello de los momentos emotivos fueron intercambiadas por risas felices, recordando todavía mas noches que, en vela, quedamos en espera de lo valiosos sustentáculos que nos hacíamos llegar para el claro de los amaneceres. Rememorar el pasado amistoso, e incluso llegar mucho más atrás del recuerdo permitido, ventilando con mejores facilidades de la palabra ciertos momentos y recibiendo consuelo de sabidurías obradas a los hechos, lo consideramos un valioso báculo para nosotros mismos quienes en algún momento perdimos o pudieramos llegar a perder la fuerza de voluntad. Le hablé en debido caso, y a su favor, de la bella prominencia donde había alcanzado el impacto de su única obra escrita del que me había permitido adquirir una copia ligera, como de aquel tierno beso de Numen que le bañó su frente, con el mejor de los talentos alcanzados, cayendo con bendición en las manos correctas; no conforme ahí, sin abstenerme de ser alcanzado por la vergüenza, ni menos de ser seguido por la tardía culpa de no decirlo, con la mente iluminada, liviana y llena de elocuente propiedad alcanzada, premié por el realismo a esa musa tan delicada que le entregó la treintena de microcuentos que llevaron por nombre Salvadores Simples, puestos en el pasado a mi disposición. Enaltecí su nivel de docencia frente a su figura, le aplaudí con admiración todo su conocimiento aplicado, porque era un orgullo conocer a la poderosa y salvadora mente egregia que, frente a vientos y marea, contra injustas desventajas y encarando a la más cruda de las probabilidades que separan al ser incapaz del profesionalismo, alcanzó grandes proezas para estar ahí y realizar un sueño.

La dicha natural del los minutos que preexisten con el tiempo, y de nosotros los cuasi hermanos escritores, separados no por la afinidad de la mente dual, ni del alma honesta ni del corazón blando, sino por los destinos por completo opuestos de la arbitraria razón, en eso, era todo en el compuesto un momento el cual no tenía precio a valer en nuestras concepciones, más sólo un límite eso sí tuvo que ser considerado a la brevedad: la hora había llegado a su límite puntual y Ralsei debía regresar al resguardo, junto a quien le esperaba. La sustantividad de un itinerario habían hecho que mi buen fratello Ralsei aclarara esa condición días antes de ponernos de acuerdo, e indiscutiblemente, que no quise en otros días antes proponerme a objetar sobre una extensión de minutos siendo algo de causa aquella falsa y poca andante crónica mental que me rumoraba malos agüeros respecto a si era buena la idea de vernos, apostando en evidencia que no terminaría nada bien, llegadas las exactas dieciséis horas no fui más que un hombre en avenencia y de labios curvados en medialuna que demostrasen algo bueno, satisfecho a mares por haber intercambiado momentos aceptables. Le acompañé dispuesto y sensato, y aunque confesó no ser gasto necesario, de todas formas no concentí a eso; le extendí seguido con toda noblesa de la postura permitida —iniciativa proactiva vista y replicada por ciertos grupos de toda índole, quienes pasearon cerca de nosotros incluso antes de que Ralsei y yo abandonacemos el sitio, y les divisé tratar mejor con un semblante lleno de sosiego al hacerlo—, la fosa del codo derecho para que él apoyara su brazo.

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