En nuestros rostros había gratitud interminable, y una enmienda que posible se estaba amoldando a los actos propios. Pronto, Ralsei se acercó un poco más ahí, sin que su mano ocupada fuera arrebatada de la mía. Con un sentido cándido, su mano libre me fue acercado al rostro, y como tal ésta estuvo en sujeción de su pequeño trozo de mazapán, lo llevó juguetonamente a mi boca para rematar:
—Si me quiere gratificar algo tu corazón, bien puede comenzar la demostración comiendo de lo que te he horneado con cariño, tierno Berkshire.
Comí del pequeño trozo sujeto entre sus dedos. Lo saboreé con sonrisa liviana... y tan luego acabé del suyo, terminé mi semi intacta pieza frente a su bello miramiento.
Las dos porciones se comieron finalmente en actos paulatinos, sazonados con esos ánimos que también dejaban conversación para atender al corto reposo en la sombra. Como era de saber, nuestra tarde no acabaría precisamente luego, por lo que esquemáticamente planteé de otras ideas luego de un receso. Las concedió, reflejando de ello el estigma más honesto de un profundo querer y de confiar cuando antes de sin siquiera ponernos de acuerdo sobre lo siguiente, retrepó en el proceso, recostando su cabeza en mi muslo, en el preciso momento en el que yo yacía con la espalda adosada en la plantada madera del árbol. Por un instante quedé reservado, no supe qué decirle, pero sin que vacilase ni abriese los ojos, Ralsei ya se había puesto cómodo al no oír exclamación alguna.
Con un fatigado y largo exhalar, a párpados juntados, monologó sobre cierta flaqueza a costa de los trabajos culinarios que le antecedieron nocturnos en hacer el pastel. Sin debate, cohibido un tanto como apoyo en el momento, le entregué un toque en el hombro, y captando la justa causa e interés en que yo degustase de su arte gastronómico de la media noche, resolvimos quedar en paz un rato, descansando, porque merecía de la breve siesta, con el hululante soplo de las amenas corrientes antes del siguiente destino.
La química resultante, en mi paciencia, fue acompañada de tonos escarlatas en el rostro, cuando meditaba por segunda vez, bajo el sopor de mi mejor amigo. En el pensamiento, me llamó la atención sus imperceptibles ronquidos, casi curativos que absolutos, nunca podrían haberme acercado al estado del ennui, pues un estudio preliminar de sus sonidos me hacía tomarlos más aún en cuenta: Un vibrante y sin embargo diminuto ronroneo que convinaba sinestésico desde mi punto posicional, como respuestas efectivas que las concede un cachorro de felino expuesto a las caricias y gratifica la atención con su desapegada vibración, fueron la entregada puesta resonante. Era otra muestra de que confiaba en mí.
Encima del delgado regazo se hallaba, ido de la conciencia motora que define una respuesta avivada, esa mente más egregia a la cual admiraba, la perspicacia más veloz y la audacia que prevalece y enseña con convicción; en esos ojos de rosa que inmóviles ya no entornaron ahí cuando la calma se expandió, reposaron fiados y sin gafas no como los cristales de un caprino, sino en los lívidos luceros agotados de un angelillo con tanta conciencia social por quienes le rodean; una sonrisa que no apaga, un apoyo incondicional, la lágrima alegre que hidrata los canales del pensador, y el hombro dispuesto que entrega su calor y los consuelos a ese miedo que ha estrechado nuestros sentidos hasta convertirlos en la reserva más apática, y no obstante, la peor herida enconada con la que se carga.Le miraba con suma atención, cuidadoso de no perturbar la perpetua calma, y pensaba que nunca hemos sido hechos para estar solos ni para sufrir en esta vida, que nuestra amistad era necesaria, nuestra compañía aún más, con los consejos y el apoyo que todo trajo consigo. No dejaba de apreciar lento y pausado igualmente, de esos detalles femeninos en su semblante, rasgos innatos retratados por su orientación sexual, y con rubor incierto se los encontraba absolutamente perfectos, únicos, especiales y, cómo no, hermosos y muy exóticos. No dejaba de pensar, empero, de que él no era una mujer; sólo mi mejor amigo del que desear fue cosa del ayer, mi salvación, un guía en el paso y la justa voz de una razón; y yo, ¿quién era? no era más que su humilde confidente humano. No más que un humano, y su amigo sincero... Y no siendo impedimento para mí, lo extraordinario era ser ése humano que agradecía la existencia de ese esponjoso durmiente, por hacer de la vida propia, una mejor para vivirla.
En la conjetura psicológica, su semblante cambió de lado buscando otra comodidad involuntaria, con un gesto de pasivo descanso, y no por mucho tiempo, la llevó en ese momento sin que desertase de los onirismos, a la izquierda. Tuve en ese instante una preciosa vista esquiva de su brillante contorno facial, calcando incuestionables similitudes con los invaluables camafeos que los artes manuales de la glíptica y la gemología gustan replicar en esencia material a las condiciones del capricho mortal. El corazón me comenzó a dar brincos llenos de un júbilo que humanamente hablando —y que no pude atribuir en su resultado por un ritmo nunca antes experimentado—, preciso, no lo comprendí. Experimenté algo, que reí, nervioso, en tal caso no serían los sentidos contagiosos de las mariposas. No podrían serlo... Eran —aposté seguro—, temblores menguados frente un bello ser ausente, pero no destrozaban, ni me consumían por la impaciencia ni la locura. Pero el corazón no dejó de pulsar notorio ante mi debate comprensible.
Noté, sin abandono de mi estado, en que la larga oreja derecha le cubría parte de su cara cuando llevó el semblante al lado. Le aparté, cuidadoso por puro y franco placer, esa suave cubierta; y mil deseos que no me fueron claros, me llevaron sin freno, pero sin invadir su sueño, a palpar de ese rostro, todo para mí, curioso en la composición, lleno de tan suaves hebras que deslicé con mi índice en texturas sólo posibles, atadas en las fantasías de quienes han podido tocar una nube multiforme, o las extensas plumas de un serafín. Las mejillas fueron en la sensación campos de proliferantes cabellos níveos, cóncavos en la oblicuidad de esa fluctuación, de los que cepillaron en un suave roce la yema del dedo; otro paraíso lo entregó su naricilla animal, dócil en el mimo y muy obediente a la inmobilidad, que daba majestuosidad a su portador, que ya en bajada, su parada siguiente sin olvido terminó por ser la comisura de sus labios. Pensaba, mientras acariciaba tan exquisito terciopelo con gentileza, en historias, en cuentos, en irrealizables poemas inspirados por la oportunidad cada vez que dejaba vagar mi dedo, dándole la libertad de perderse sobre esos delgados zurcos capilares donde se exponía también lo pálido de su piel. No supe entonces por qué realizaba tales actos. Supe aún menos por qué no detuve, cuando tuve la oportunidad de dar marcha atrás. Estaba cometiendo un error. Mi falta de respeto era garrafal, llena de dolo que no justificaba en nada a los instintos que llegan en son de los respetos efectuados.
Y entonces, con una media de la hora del preciso instante, aquel hidalgo mágico, cercano a su corazón, despertó por mis toques como fin a una canción de cuna que le trajo de regreso a nuestro paraiso terrenal, y no enfureció: mirándome sin levantarse y sin ponerse inmediato las gafas, emitiendo ciertos destellos oculares al girar su vista frente a frente, parpadeó incontables veces, mientras tomaba esa mano mía tan intrusa con las suyas, no para apresarla por un flagrante delito ni darle castigo apropiado, sino para sentir de mi palma completa aún más cerca, en su oblicua y ardiente mejilla en el callado instante de los dos.
ESTÁS LEYENDO
Sueños de Papel
RomansLa tragedia de un humano sumergido en los confines más idílicos de la pasión y el encanto desenfrenado del amor por una dulce criatura caprina, llevado de la mano por la literatura confesional de sus días más oscuros hasta el suicidio, han compuesto...