El sol del atardecer revotaba contra los espejos que forraban las paredes a mi alrededor. Las cintas de luz atravesaban el espacio, otorgándole a la brisa cálida que entraba por la ventana, un lustre nacarado místico, casi mágico.
Era consciente de la belleza del momento, de la pureza de este instante sin embargo esta sublime pausa luego de un largo día de trabajo, no conseguía hacer demasiado para calmar el ardor en mi piel, el agotamiento en mis músculos y la pesadez de mis huesos, mucho menos lograba aplacar siquiera un poco, el dolor en mi pecho.
La tristeza era absoluta; ni más ni menos que el resultado del corazón que marchito, a duras penas latía en mi corazón.
Los pocos días que tenía de regreso en casa habían sido un suplicio pero hoy... este instante, se sentía todavía peor. Esto se sentía como morir, pero no físicamente. Era mi alma, mi esencia, lo que no se podía tocar de mí, lo que en este instante perecía lentamente, así como el día y no conseguí comprender porqué.
¿Qué había cambiado?
¿Qué estaba sucediendo?
Las lágrimas continuaron rodando cuesta abajo por mi rostro sin que pudiese hacer nada para detenerlas.
Con las piernas encogidas sobre el almohadón y la cabeza caída sobre el respaldo del sofá, temí por él.
No podía sentir más dolor que el impreciso que me rodeaba como una manta, una de concreto que oprimía y asfixiaba.
Si Rygan estaba herido, no podía sentirlo, si estaba enfermo, sus síntomas se me escapaban y si pedía por mí... simplemente no podía escucharlo.
Mi cabeza era al mismo tiempo silencio y la peor cacofonía de pensamientos que experimentara jamás. Mi cabeza no tenía freno y por eso se lanzaba en todas direcciones, especulando con los peores escenarios y por otra parte, era puro silencio porque Branwen estaba muda y se negaba a responder cuando le preguntaba qué sucedía.
No sobreviviría este día. El dolor tendría fin pero jamás mi preocupación por él.
—Rygan —lo llamé buscando su rostro en los espejos que me rodeaban.
Podría haber tapizado la ciudad con su sombre buscando un camino para regresar a él y de nada hubiese servido.
—Dime qué sucede. Necesito saber que estás bien.
Escuché que mi móvil se ponía a tocar. Dudaba que volviese a tener fueras para ponerme de pie, tampoco para volver a inspirar.
Dejé mis parpados caer y por un milagroso instante, mi pecho y mi cabeza sucumbieron al más placido de los silencios.
Le pedí a Branwen que por favor me mantuviera allí, en aquella calma, en ese refugio de paz entre medio de tanto sufrimiento.
El silencio taponó mis oídos.
Todo al otro lado de mis parpados se puso negro y entonces...
La imagen y las sensaciones cayeron sobre mi de golpe y sin piedad.
De pronto vi sus manos temblorosas frente a mí si bien entendí que las manos estaban alzadas ante él, con sus palmas hacia arriba. Iba vestido de elegante azul y sus dedos estaban plagados de anillos.
Rygan sabía que sus manos no eran lo único que temblaba, todo su cuerpo parecía al borde del colapso.
Lo sentí en mi boca, lo amargo y corrosivo, sensación que dejara a su paso la bilis. Rygan había vomitado.
Su piel estaba pegajosa de sudor frío.
La túnica se le pegaba a la espalda.
—Por favor, perdóname.