Escuché los ruidos, las voces. Creí notar al otro lado de mis parpados que la oscuridad en la que me encontraba atrapado como si esta fuese una sustancia todavía más densa y pegajosa que la de las ciénagas de Klur al oeste.
Sentí mis sienes latiendo ante el esfuerzo de mi cerebro por intentar despegarse de aquello. Necesitaba estar presente, alerta.
Mi esfuerzo no alcanzó para que pudiese comandarle a mis párpados a alzarse, sí para notar que mi cuerpo ardía, tenía la piel helada y empapada y sudor. Mi esqueleto parecía haberse convertido en una única pieza de cristal muy duro pero que estallaría en cientos de astillas ante el menor golpe.
Por debajo de mí, el frío suelo de piedra directamente en contacto con mi piel.
Entendí que estaba completamente desnudo.
Un quejido de agotamiento y dolor se me escapó por entre mis labios resecos y partidos. En mi lengua pesada y ensanchada, el sabor de algo acre que no era vomito. Moví mi lengua y toqué mi paladar para sentirlo seco; toda mi boca era un desierto que tenía el sabor de algo que no probara nunca, un sabor entre dulce y amargo, empalagoso. Me dieron arcadas al percibirlo con tanta claridad. Aquello tenía peor sabor que los jarabes que Eris me mandaba a beber de pequeño cuando caí con resfríos y fiebre.
Mi estomago se contorsionó, mi cuerpo sufrió un espasmo, mi garganta se tensó angostándose, empujando hacia arriba el vacío en mi estómago porque más que bilis, no tenía nada dentro.
Mis arcadas fueron una toz seca y profunda que me provocó un fuerte dolor en el estómago, taponó mis oídos y se esforzó por empujarme de regreso a la inconciencia.
Jadeando y aturdido, boqueé esperando recuperarme. Al menos no me ahogaría en vomito por no haber logrado ponerme por completo de lado ya que nada tenía dentro.
Mis manos se pusieron a temblar y el temblor trepó por mis brazos hasta mis hombros para luego contagiar a mi pecho, mi abdomen y finalmente mis muslos.
Temblaba como una hoja seca y de hecho, me sentía como a punto de quebrarme para convertirme en polvo.
El dolor en mi cabeza se intensificó.
Moriría, esta vez sí moriría.
Aquel pensamiento me recordó al guardia poniendo algo en mi boca, obligándome a tragarlo.
Veneno, debía ser veneno.
Tenía que vomitar, debía vomitar, sacar esto de dentro de mí.
Estúpido —me dije dentro de mi cabeza. Muy probablemente el veneno tenía horas en mí, o tal vez días. No tenía idea de cuanto tiempo permaneciera inconsciente.
Mi columna empezó a quejarse en cuanto decidí que al menos necesitaba ponerme de lado para intentar salir de aquí, para intentar salvarme a mí mismo.
Con mis abdominales que se pegan a mi espina de tan vacío que tenía el estómago, cambié el peso de mi cuerpo. El grito que dio mi columna a coro con los músculos de mi espalda cuando me moví, aturdió mi cerebro al punto que debí dejarme caer otra vez de espadas sobre el suelo frío porque simplemente no lo resistí.
Mi brazo izquierdo que quedara colgando como un peso muerto cuando intenté ponerme de lado, dio un latigazo y cayó sin sentido al suelo.
Por la falta de resuello me puse a jadear.
Quedé boca arriba, derrotado y expuesto. Temblando sin ser capaz de gobernar a mi propio cuerpo siquiera.
Lágrimas se acumularon debajo de mis parpados y en nada se derramaron para rodar por los costados de mi cabeza, entrando en mi cabello, deslizándose por mis orejas.