Imposible no percibir la insistencia de la mirada de Marrigan sobre mí.
Akers a su lado ahora conversaba con otro de los miembros del Concejo, un gran amigo de su padre y su familia; aquel sujeto jamás me agradara. Tampoco me agradaba la situación porque los silencios de Marrigan eran aún más intimidantes que cuando abría la boca y ella llevaba desde la desaparición de Rygan sin cruzar palabra conmigo.
Desde la desaparición de Rygan y Marehin mis horas fueran turbulentas tormentas durante las que me costó sudor y sangre mantenerme en pie. Desde entonces escuchara una desproporcionada cantidad de ridículas historias al respecto las que incluían que Rygan había sido salvado por los dioses y que regresaría a su tierra con un ejercito divino que le ayudaría a detener aquello que ya había entrado a nuestras tierras y mataba todo a su paso. También por ahí corría el rumor de que Cynan liberara a Rygan de su celda, que se largara al mundo de Charlie (fueran a saber los dioses y la madre cómo), y de que aquellos dos soldados que lo liberaron mintiendo sobre que él y Marehin estaban contaminados con la peste del norte en realidad eran soldados enviados por el Concejo para sacarlo de su celda y matarlo como condena por sus actos.
Lo cierto era que ni esa última historia era remotamente plausible porque en por estos días, la mayoría de los miembros del Concejo no hacían más que hacer oídos sordos a mi pedido de comenzar el juicio de una vez; ellos dudaban de mí, de mis intenciones, de mis palabras, e incluso lo sabía, de la propia culpabilidad de Rygan, alejando cada vez más de mí, la posibilidad de recuperar a Charlie.
Llamaron al orden y de a poco, todos los miembros del Concejo abandonaron las conversaciones que tenían con otros temas y se acomodaron en sus asientos, mucho de ellos lanzando subrepticias miradas en mi dirección.
Marrigan continuaba distante, sin mover sus ojos hacia mí, tal si nosotros siquiera nos conociéramos, lo cual no hizo más que incrementar mi nerviosismo. Se traía algo entre manos, podía sentirlo.
—Y así, da por comenzada al sesión —atronó la voz luego de que el bastón golpeara tres veces sobre el suelo, haciéndome dar un respingo como en todas las ocasiones anteriores—. Tiene la palabra la Señora Marrigan de La Casa Brochfael.
Y así quedaba claro quien convocara la reunión. Hasta este instante nadie fuera capaz de explicarme el motivo por el cual el Concejo decidiera reunirse a esta hora, con tanta prisa.
—Sus Señorías —saludó Marrigan con su voz que era autoridad pura, al cabo de ponerse de pie.
Akers a su lado, hinchó el pechó.
—Señor —continuó ella, moviendo su fiera mirada gris en mi dirección por primera vez.
El sujeto junto a Akers le susurró a éste algo al oído y él asintió con la cabeza.
—Muchísimas gracias por asistir a mi llamado esta noche. De todo corazón desearía que no fuera necesario reunirlos.
Mis manos estrujaron los remates en forma de garras, de los apoyabrazos.
—Lamentablemente el asunto que he venido a tratar con ustedes, no podía esperar. Si les soy sincera, jamás creí que tendría que entonar las palabras que me veré en la obligación de arrancar de mis labios a continuación.
Mis uñas se clavaron en la madera.
¿Y ahora qué?
—Los turbulentos hechos de los que todos están al tanto, han de preocuparnos como comunidad y como seres dedicados a mantener viva y floreciente, la palabra de nuestros dioses—. Marrigan volvió a posar su mirada en mí al cabo de pasearla por todos los miembros del Concejo mientras hablaba, y así tuve la impresión de que era la carnada, o tal vez una ofrenda, sangre para los dioses, una vida a la que nadie echaría en falta. Marrigan ya no me apoyaba, Marrigan estaba a punto de descartarme, estaba tan seguro de ello. No tenía idea de cual serían sus argumentos para quitarme de en medio pero allí estaba, su decepción, su desprecio y frialdad, aquel mismo modo en que cientos de veces la viera mirar a Rygan. Ya de nada servía lamentarme por no haber prestado atención a las cautas insinuaciones de la madre y de Nalu. Me sentí como un estúpido por haber creído que ella en verdad me apoyaría por siempre, que valoraba el hecho de que compartiésemos sangre. No, eso no sucedería, Marrigan tenía su propia agenda y así quedaba clarísimo. Tuve ganas de golpearme a mí mismo por ceder ciegamente a mi ingenuidad, a mi confianza, a mi necesidad de sentirme parte de una familia.