El olor revolvió mis tripas en cuanto empujé la puerta de la celda apenas un poco. El aire húmedo y frío olía agrio. Rygan debía haberse orinado encima en más de una ocasión; de cualquier modo, eso no era lo peor de todo. Aquí dentro el ambiente estaba impregnado en enfermedad, en hedor a carne en descomposición, a desolación; olía al abandono de una amistad que por mucho tiempo fuera legendaria, una amistad que lo trascendía todo y hoy estaba rota y se pudría, situación de la que jamás hubiese apostado, sería testigo.
Si alguien alguna vez me hubiese dicho que Rygan y Morgan terminarían sus días así, irrevocablemente separados, con Morgan moviéndose por la vida como sino viese nada más que su interior y Rygan aquí, en una celda, muriendo porque ya no me quedaban dudas, en su cuerpo quedaba poca vida, jamás lo hubiese creído. Esto era simplemente bizarro, imposible. Y lo más desquiciado fue que en este instante tuve la sensación de que había llegado tarde, muy tarde.
Terminé de empujar la puerta y escuché un chillido que evidentemente emanaba de su cuerpo. Saqué el trozo de lumea que escondía en mi bolsillo y lo moví hacia el interior de la celda iluminando el espacio.
Hubiese preferido no hacerlo, en efecto Rygan se había orinado encima y también vomitado.
La garganta se me cerró.
—Por los dioses y la madre —gimió la madre por detrás de mí, empujándome con su armadura, la cual no era suya sino del deposito de los guardias, de allí robara la que vestía también en este instante porque ninguna de las dos hubiese tenido oportunidad de poner un pie aquí, siendo nosotras mismas en apariencia. Morgan estaba simplemente fuera de sí y su gobierno ya no tenía control, o mejor dicho, él ya no tenía control de su supuesto gobierno y por eso Marrigan tenía un par de días haciendo y deshaciendo a su gusto mientras aquí dentro, en esta celda, el mundo de deshacía en trozos de dolor y enfermedad.
Preferí no recordar cómo debí ser testigo de la tibieza con la que reaccionó Morgan cuando Marrigan pidió al Concejo que aprobara la expedición hacia nuestra frontera, formada por machos y hembras que un día, fuera fieles adherentes a la opinión de Darrigan. Sí, tal vez ellos pudiesen ayudar porque tenían un entrenamiento especial, uno que Darrigan se diera el lujo de compartir con unos pocos, sin embargo, el regreso a flote de aquella corriente de pensamiento que en su tiempo, tantas disputas trajera, me preocupaba y mucho. Aquello una vez fue división y podía regresar esa situación aquí. Cómo si hiciesen falta todavía más motivos para que las familias discutieran entre sí, para que los vecinos se enemistaran y para que los que tenían el poder de decidir por el resto de nosotros, modificaran nuestra vida de modo irremediable.
—Mi niño —gimió la madre sonando como una pila de cacerolas y sartenes cayendo al suelo mientras se movía de modo atolondrado para caer de rodillas junto al cuerpo desnudo de Rygan.
Entré tras ella a toda prisa y apretando la llave en mi mano, cerré la puerta por detrás de mí procurando no hacer demasiado ruido.
Lo que vi provocó que por mi garganta subiera la infusión que bebiera mientras lo preparaba para venir aquí. No había podido ni querido cenar porque los nervios fueran demasiados.
Rygan en el suelo, con su piel de un tono gris verdoso, y no por las manchas de suciedad que provocaban sobras entre sus músculos tensos y entre los huesos que sobresalían de modo anormal. Tal daba la impresión de que Rygan estaba secándose, deshidratándose por dentro.
Por los dioses y la madre aquí olía asquerosamente mal, a algo a lo que no podía ponerle nombre y que me empujaba a no querer respirar.
La madre movió sus manos enguantadas hasta el rostro de Rygan alzando su perfil del suelo.