La llave.

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—¡La llave, ahora! —demandé con un grito que no perturbó en lo más mínimo, la mueca en el rostro de Tudwal.

—Señor, ya le he dicho que no sé donde está. Su Majestad guardaba la llave.

—Tudwal, no intentes tomarme por idiota. Quiero la llave de la bóveda en mi mano en este instante.

El chambelán de Rygan paseó su mirada despectiva por el despacho que hasta anteayer, fuera de él, registrando el desorden que pusiera aquí. Tenía todo el día esperando por este momento. Luego de ocuparme de todas las tareas que urgían resolución, al caer del sol, comencé a buscar la llave. Sabía que debía estar aquí por alguna parte, porque Rygan mencionara en más de una ocasión que guardaba la llave aquí. La había buscado en todos los cajones del escritorio, en las cajoneras por debajo de las bibliotecas, en todos los cofres y cajas que formaban parte de la decoración. Incluso la busqué en la parte posterior de los cuadros, por debajo de las macetas de plantas que decoraban el ambiente, en los cuentos de lumea, por debajo de las alfombras; nada, la llave no estaba por ninguna parte.

—Tudwal, la maldita llave.

Despacio, el sujeto deslizó su mirada hasta mí. La tensión silenciosa en sus labios me decía lo mucho que le desagradaba. Se suponía que debía mantenerlo en su puesto hasta que me amoldara a mis nuevas obligaciones y sin embargo, con el correr de las horas, me convencía cada vez más de que Tudwal no se quedara aquí para ayudarme a amoldarme al ritmo de este despacho y el trono, sino para ponerme palos en el camino, para impedir que hiciera mi trabajo.

—Sí necesita fondos, puede pedirlos por la vía que le expliqué. No necesita bajar a la bóveda para eso.

Más que exasperado, furioso, estrellé mis dos puños contra la tapa del escritorio. Escuché y sentir la madera crujir.

—No me tomes por idiota. No quiero la llave de la bóveda para buscar dinero y lo sabes muy bien.

—¿Planea efectuar un inventario, entonces? —me soltó a cara de piedra, mofándose de mí—. Podemos hacerlo en la mañana. La bóveda es demasiado basta y contiene innumerables tesoros, no nos alcanzaría la noche.

—Te estás pasando de la raya, Tudwal. Eres su chambelán, no el rey. Ubícate.

—Usted tampoco es rey —lanzó sin pelos en la lengua, manteniendo su frente en alto y su mirada sobre mí.

No necesitaba entonar en voz alta que no me profesaba ni el más mínimo respeto.

—Mereces que te haga encerrar —gruñí furioso, con mi corazón haciéndose eco del ardor en mi rostro y la tensión en mis puños.

—Haga lo que quiera, Señor —continuó enfrentándome—, ¿no es para eso por lo que está aquí, no es para eso para lo que destronó a Su Majestad, para finalmente poder hacer lo que se le da la regalada gana?

—¡Tudwal! —le advertí.

—Alzar la voz no mejora sus argumentos.

—No necesito argumentos contigo, solamente necesito que obedezcas, estoy al mando aquí ahora y mejor terminas de asimilarlo de una maldita vez. Quiero los malditos espejos, Tudwal. Uno de ellos le pertenece a mi familia, ni él ni tú tienen derecho a prohibirme acceder a lo que es mío.

—Las tropas llegarán muy pronto, debería estar preocupándose por eso.

—Tudwal, esto que haces solamente consigue complicar todavía más, la posición de Rygan porque sé que debió ser él quien diera la orden de impedirme entrar en la bóveda.

—Su Majestad no hizo nada semejante, Señor —el señor lo entonó de modo sobradamente despectivo—. Su Majestad es un macho honorable, un soberano noble e inteligente que preferiría cortarse una mano antes de poner a uno de los suyos en peligro innecesariamente.

Un reino desolado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora