—¿Señor? ¡Señor, por favor, abra la puerta! —le escuché gritar a Marehin desde el corredor al otro lado de la puerta de mi baño.
Ella continuó llamándome con gritos a los que no pude responder porque otra vez las arcadas tomaron cuenta de mí.
Aferrado a la porcelana vomité, no más que corrosivos jugos gástricos que quemaron mi garganta, treparon por mi nariz y me ahogaron dejándome sin aire, los ojos en llamas por el esfuerzo y el corazón latiendo descontrolado, tal como todo mi cuerpo lo estaba. Mis piernas flexionadas en el suelo temblaban, mis manos se sentían flácidas tal si hubiesen perdido sus huesos.
Escupí y jadeé. Lloré y temblé todavía más con Marehin aporreando la puerta.
Mi estomago se contrajo y retorció otra vez.
Las arcadas treparon por mi garganta atorándome. Encorvado sobre la porcelana, sin poder respirar, estuve a punto de contorsionar porque dentro ya no me quedaba nada, solo ella y este insoportable dolor. Mi carne, mi espíritu mi sangre; por completo era dolor, sufrimiento.
Supe que este era mi destino, ser el rey del dolor por siempre.
Así, con los espasmos de mi estomago obligándome a abrir la boca como en un grito desesperado y silencioso, lloré y la llamé rogándole que me sacara de mi miseria porque nada podía ser peor que esto. Mi corazón no era más que cristal destrozado que me cortaba por dentro, podía sentir el fuego de las heridas en mi pecho. Dormitaba en aquel duermevela en el que últimamente pasaban todas mis noches cuando supe que ella estaba con alguien más; percibí el lazo entre nosotros tensarse y vibrar hasta casi aullar así como la cuerda de un instrumento que se tensa el punto del quiebre con el mero rose del aire alterándola para sonar. Charlotte estaba en brazos de alguien más.
Me lo merecía, una y mil veces; este debía ser mi castigo por toda la eternidad y aún así me sentí traicionado en lo más profundo de mi ser. Fui yo el que se traicionó a sí mismo, mis acciones derivaran en esto y de cualquier modo la tristeza era tanta que apenas si podía respirar.
Todavía medio dormido había gritado porque se sintió como si me clavaran un puñal en el corazón. Grité de dolor y llamando su nombre.
Todavía tendido en mi cama, padeciendo el más terrible de los dolores que soportara jamás porque esto siquiera se parecía a la segunda vez en que me envenenaron, escuché un llanto que no me pertenecía y que por cierto, no brotaba de la garganta de Charlotte. Branwen llorando, rogando por ella, repitiendo con gritos desesperados su nombre dentro de mi cabeza, una y otra vez. Repitiendo el nombre de Charlotte con una mezcla de terror, impotencia y desespero así como ahora Marehin me llamaba a mí.
Dolorido y muy lejos de recuperar el control de mi cuerpo, con lágrimas ardiendo en mis ojos, recosté apenas mi frente sobre mi antebrazo izquierdo.
—Amor —conseguí articular apenas. No fue voluntario más sentí mis uñas arañar la pared de piedra blanca contra la cual estaba amurada la pieza de porcelana—. Madre —las náuseas provocaron que me diera vueltas la cabeza—, madre por favor, te lo suplico —le pedí sin tener real idea de aquello por lo que rogaba. ¿Sería que la arrancara de mí para siempre, que me ayudara a olvidarla? ¿Qué me diera el coraje para traerla de regreso a mis brazos otra vez?
Siquiera sabía lo que quería, mucho menos lo que era correcto.
¿Y si ella ya no sentía nada, si allí, en su mundo, nuestro lazo sucumbiera? ¿Qué derecho tenía a traerla de regreso si ahora ella estaba en una relación con alguien más?
—Madre... madre... —gemí confuso apenas pudiendo escuchar o ver, teniendo la certeza de que estaba a punto de perder la conciencia—. Madre... —me sentí a punto de colapsar bajo mi propio peso.