Percy Jackson y el mar de los monstruos lV

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Mientras navegábamos hacia la orilla, Annabeth inspiró profundamente aquel aire perfumado.

—El Vellocino de Oro —dijo.

Asentí. No lo veía aún, pero percibía su poder. Ahora sí podía creer que el Vellocino era capaz de curar cualquier cosa, incluso el árbol de Thalía.

—¿Se morirá la isla si nos lo llevamos?

Annabeth meneó la cabeza.

—Perderá su exuberancia, eso sí. Y volverá a su estado anterior, fuera el que fuese.

Me sentí un poco culpable por destrozar aquel paraíso, pero me recordé que no teníamos alternativa. El Campamento Mestizo corría peligro, y Tyson aún seguiría con nosotros de no haber sido por aquella misión.

En el prado que había al pie del barranco, se agolpaban varias docenas de ovejas. Parecían pacíficas, aunque eran enormes, tan grandes como hipopótamos. Más allá, un camino subía hacia las colinas. En lo alto de ese camino, cerca del borde del abismo, se levantaba el roble descomunal que había visto en sueños. Había algo dorado que relucía en sus ramas.

—Esto es demasiado fácil —dije—. ¿Subimos allí caminando o nos lo llevamos?

Annabeth entornó los ojos.

—Se supone que hay un guardián. Un dragón o...

Justo en ese momento surgió de entre los arbustos un ciervo. Trotó por el prado, seguramente en busca de pasto, y de repente todas las ovejas se pusieron a balar y se abalanzaron sobre él. Ocurrió tan deprisa que el ciervo se tambaleó y desapareció en un mar de lana y pezuñas.

Hubo un revuelo de hierba y mechones de pelaje marrón.

Unos segundos más tarde, las ovejas se dispersaron y volvieron a deambular pacíficamente. En el sitio donde había estado el ciervo sólo quedaban un montón de huesos blancos.

Annabeth y yo nos miramos.

—Son como pirañas —dijo ella.

—Pirañas con lana. ¿Cómo vamos…?

—¡Percy! —Annabeth ahogó un grito y me agarró del brazo—. Mira.

Señaló hacia la playa, justo debajo del prado, donde un bote había sido arrastrado hasta la arena... El otro bote salvavidas del CSS Birmingham.

[...]

Llegamos a la conclusión de que era imposible atravesar aquel cerco de ovejas caníbales. Annabeth quería deslizarse por el camino con su gorra de invisibilidad y hacerse con el vellocino, pero la convencí de que no saldría bien. Las ovejas podían olerla, o aparecería otro guardián, cualquier cosa. Y si ocurría algo así, yo estaría demasiado lejos para ayudarla.

[...]

Remamos en un bote hasta el borde de la roca y empezamos a subir muy despacio. Annabeth iba delante, porque ella era mejor escaladora que yo.

Sólo estuvimos a punto de matarnos seis o siete veces, lo cual me pareció bastante aceptable. Una de ellas, perdí pie y me encontré colgando de una sola mano en una cornisa a quince metros de las rocas que sobresalían entre las olas. Menos mal que encontré el otro punto de apoyo y seguí escalando. Un minuto más tarde, Annabeth puso el pie sobre un trozo de musgo y resbaló. Por suerte, consiguió afirmar el pie un poco más abajo. Por desgracia, fue en mi cara.

—Perdona —murmuró.

—No pasa nada —gruñí, aunque nunca había tenido el menor interés en probar el sabor de sus zapatillas.

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