La casa de Hades V

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Percy

Al verlos reunidos en el Tártaro, Percy se sintió tan impotente como los espíritus del río Cocito. ¿Qué más daba que fuera un héroe? ¿Qué más daba que hiciera algo valeroso? El mal siempre estaba allí, regenerándose, bullendo bajo la superficie. Percy no era más que un estorbo sin importancia para esos seres inmortales. Ellos solo tenían que esperar pacientemente. Algún día, los hijos o las hijas de Percy podrían tener que enfrentarse a ellos otra vez.

«Hijos e hijas».

La idea le sorprendió. La impotencia desapareció con la misma rapidez con la que le había sobrevenido. Miró a Annabeth. Todavía parecía un cadáver brumoso, pero se imaginó su auténtico aspecto: sus ojos grises llenos de determinación, su cabello rubio recogido con un pañuelo, su cara agotada y surcada de suciedad, pero tan hermosa como siempre.

Vale, tal vez los monstruos siguieran volviendo eternamente. Pero también los semidioses. Generación tras generación, el Campamento Mestizo había resistido. Y el Campamento Júpiter. Los dos campamentos habían sobrevivido por separado. Ahora, si griegos y romanos se unían, serían aún más fuertes. Todavía había esperanza. Él y Annabeth habían llegado hasta allí. Las Puertas de la Muerte estaban casi a su alcance.

«Hijos e hijas». Una idea ridícula. Una idea fabulosa. Allí, en medio del Tártaro, Percy sonrió.

🤍

Annabeth agarró la muñeca de Percy. A través de la Niebla de la Muerte, él no podía distinguir bien su expresión, pero vio una mirada de alarma en sus ojos.

Si los gigantes ya habían cruzado las puertas, por lo menos no recorrerían el Tártaro buscando a Percy y Annabeth. Lamentablemente, eso también significaba que sus amigos del mundo de los mortales corrían todavía más peligro. Todos los combates que habían librado contra los gigantes habían sido en vano. Sus enemigos renacerían más fuertes que nunca.

[...]

—Tendrás que distraerlos, Bob —dijo Annabeth—. Percy y yo rodearemos a los dos titanes sin que nos vean y cortaremos las cadenas desde atrás.

—Sí, bien —dijo Bob—. Solo hay un problema: cuando estéis dentro de las puertas, alguien deberá quedarse fuera para pulsar el botón y defenderlo.

Percy intentó tragar saliva.

—Eh… ¿defender el botón?

Bob asintió con la cabeza, rascando al gato debajo de la barbilla.

—Alguien deberá mantener apretado el botón de subir durante doce minutos o el trayecto no se completará.

Percy echó un vistazo a las puertas. Efectivamente, Crío todavía apretaba el botón con el pulgar. Doce minutos… Tendrían que apartar a los titanes de las puertas de alguna forma. Luego Bob, Percy o Annabeth tendrían que mantener el botón apretado diez largos minutos, en medio de un ejército de monstruos en el corazón de Tártaro, mientras los otros dos se trasladaban al mundo de los mortales. Era imposible.

—¿Por qué doce minutos? —preguntó Percy.

—No lo sé —respondió Bob—. ¿Por qué doce dioses del Olimpo o doce titanes?

—Vale —dijo Percy, pero le quedó un sabor amargo en la boca.

—¿A qué te refieres con lo de que el trayecto no se completará? —preguntó Annabeth—. ¿Qué les pasaría a los pasajeros?

Bob no contestó. A juzgar por su expresión de dolor, Percy decidió que no quería estar dentro del ascensor si se paraba entre el Tártaro y el mundo de los mortales.

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