La marca de Atenea II

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Percy

La imagen se fundió, y una voz de chica susurró:

—Percy.

Al principio, Percy pensó que seguía dormido. Cuando había perdido la memoria, había pasado semanas soñando con Annabeth, la única persona que recordaba de su pasado. Cuando sus ojos se abrieron y su vista se aclaró, se dio cuenta de que ella se encontraba realmente allí.

Estaba de pie junto al catre de Percy, sonriéndole.

El cabello rubio le caía sobre los hombros. Sus ojos color gris turbio brillaban de diversión. Percy recordó su primer día en el Campamento Mestizo, hacía cinco años, cuando se había despertado aturdido y se había encontrado a Annabeth de pie por encima de él. «Babeas cuando duermes», le había dicho.

Era así de sentimental.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó Percy—. ¿Hemos llegado ya?

—No —dijo ella con voz queda—. Es medianoche.

—¿Quieres decir…?

A Percy se le aceleró el corazón. Se dio cuenta de que estaba en pijama en la cama. Probablemente había estado babeando, o como mínimo haciendo sonidos raros mientras soñaba. Seguro que tenía el pelo revuelto y que el aliento no le olía a rosas.

—¿Te has colado en mi camarote?

Annabeth puso los ojos en blanco.

—Percy, dentro de dos meses cumplirás diecisiete años. No puedes agobiarte por si te buscas problemas con el entrenador Hedge.

—¿Has visto su bate de béisbol?

—Además, Sesos de Alga, solo he pensado que podríamos ir a dar un paseo. No hemos pasado tiempo juntos. Quiero enseñarte una cosa: mi sitio favorito en el barco.

A Percy todavía le latía el pulso a toda velocidad, pero no era por miedo a buscarse problemas.

—¿Puedo, ya sabes, cepillarme los dientes antes?

—Más te vale —dijo Annabeth—. Porque no pienso besarte hasta que te los cepilles. Y de paso, cepíllate también el pelo.

[...]

Para tratarse de un trirreme, el barco era enorme, pero a Percy le resultaba acogedor, como el edificio de su residencia en la Academia Yancy, o cualquiera de los otros internados de los que lo habían expulsado. Annabeth y él bajaron sigilosamente a la segunda cubierta, que Percy no había visitado aún, salvo para ir a la enfermería.

La chica lo llevó más allá de la sala de máquinas, que parecía un laberinto de barras mecanizado muy peligroso, con tuberías y pistones y tubos que sobresalían de una esfera de bronce central. Unos cables, parecidos a gigantescos fideos metálicos, serpenteaban a través del suelo y subían por las paredes.

—¿Cómo funciona este trasto? —preguntó Percy.

—Ni idea —contestó Annabeth—. Y yo soy la única aparte de Leo que puede manejarlo.

—Es muy tranquilizador.

—Debería serlo. Solo ha amenazado con explotar una vez.

—Espero que estés bromeando.

Ella sonrió.

—Vamos.

Se abrieron camino más allá de las salas de suministros y el arsenal. En la popa del barco, se detuvieron frente a unas puertas de dos hojas hechas de madera que daban a un gran establo. La estancia olía a heno fresco y mantas de lana. La pared izquierda estaba llena de compartimentos para caballos vacías, como las que usaban para los pegasos en el campamento. La pared derecha tenía dos jaulas vacías con capacidad para albergar animales grandes de zoológico.

Percabeth a través de los librosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora