Percy Jackson y la batalla del laberinto IV

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—Lleva mucho tiempo en desuso —observó Annabeth.

—Traté de abrirla una vez —dijo Rachel—. Por simple curiosidad. Está atrancada por el óxido.

—No. —Annabeth se adelantó—. Sólo le hace falta el toque de un mestizo.

En efecto, en cuanto puso la mano encima, la marca adquirió un fulgor azul y la puerta metálica se abrió con un chirrido a una oscura escalera que descendía hacia las profundidades.

—¡Uau! —Rachel parecía tranquila, aunque yo no sabía si fingía. Se había puesto una raída camiseta del Museo de Arte Moderno y sus vaqueros de siempre, decorados con rotulador. Del bolsillo le sobresalía el cepillo de plástico azul. Llevaba el pelo rojo recogido en la nuca, todavía con algunas motas doradas. En la cara también le brillaban algunos restos de pintura—. Bueno... ¿pasáis vosotros delante?

—Tú eres la guía —replicó Annabeth con burlona educación—. Adelante.

Las escaleras descendían a un gran túnel de ladrillo. Estaba tan oscuro que no se veía nada a medio metro, pero Annabeth y yo nos habíamos aprovisionado con varias linternas y, en cuanto las encendimos, Rachel soltó un aullido.

Un esqueleto nos dedicaba una gran sonrisa. No era humano. Tenía una estatura descomunal, de al menos tres metros. Lo habían sujetado con cadenas por las muñecas y los tobillos de manera que trazaba una «X» gigantesca sobre el túnel. Pero lo que me provocó un escalofrío fue el oscuro agujero que se abría en el centro de la calavera: la cuenca de un solo ojo.

—Un cíclope —señaló Annabeth—. Es muy antiguo. Nadie... que conozcamos.

«No es Tyson», quería decir, aunque eso no me tranquilizó. Tenía la impresión de que lo habían puesto allí en señal de advertencia. No me apetecía tropezarme con lo que fuera capaz de matar a un cíclope adulto.

[...]

Pasó por debajo del brazo izquierdo del esqueleto y continuó caminando. Annabeth y yo nos miramos un momento; ella se encogió de hombros y luego seguimos a Rachel rumbo a las profundidades del laberinto.

Después de recorrer unos ciento cincuenta metros llegamos a una encrucijada. El túnel de ladrillo seguía recto. Hacia la derecha, se abría un pasadizo con paredes de mármol antiguo; hacia la izquierda, un túnel de tierra cuajada de raíces.

Señalé a la izquierda.

—Se parece al camino que tomaron Tyson y Grover.

Annabeth frunció el ceño.

—Ya, pero a juzgar por la arquitectura de esas viejas losas de la derecha, es probable que por ahí se llegue a una parte más antigua del laberinto. Tal vez al taller de Dédalo.

—Debemos seguir recto —decidió Rachel.

Los dos la miramos.

—Es la opción menos probable —objetó Annabeth.

—¿No os dais cuenta? —preguntó Rachel—. Mirad el suelo.

Yo no veía nada, salvo ladrillos gastados y barro.

—Hay un brillo ahí —insistió ella—. Muy leve. Pero el camino correcto es ése. Las raíces del túnel de la izquierda empiezan a moverse como antenas más adelante, cosa que no me gusta nada. En el pasadizo de la derecha hay una trampa de seis metros de profundidad y agujeros en las paredes, quizá con pinchos. No creo que debamos arriesgarnos.

Yo no captaba nada de lo que describía, pero asentí.

—Vale. Recto.

—¿Te crees lo que dice? —me preguntó Annabeth.

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