Percy Jackson y la batalla del laberinto l

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—Sé positivo: ¡mañana te vas al campamento! Después de la sesión de orientación tienes esa cita...

—¡No es ninguna cita! —protesté—. ¡Es sólo Annabeth, mamá!

—Viene a verte expresamente desde el campamento.

—Vale, sí.

—Os vais al cine.

—Ya.

—Los dos solos.

—¡Mamá!

Alzó las manos, como si se rindiera, pero noté que estaba conteniendo la risa.

[...]

Salí a toda prisa desde el callejón a la calle Ochenta y una Este y fui a tropezarme directamente con Annabeth.

—¡Qué pronto has salido! —dijo, riéndose y agarrándome de los hombros para impedir que me cayese de morros—. ¡Cuidado por dónde andas, sesos de alga!

Durante una fracción de segundo la vi de buen humor y todo pareció perfecto. Iba con unos téjanos, la camiseta naranja del campamento y su collar de cuentas de arcilla.

Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta. Sus ojos grises brillaban ante la perspectiva de ver una peli y pasar una tarde guay los dos juntos.

Entonces Rachel Elizabeth Dare, todavía cubierta de polvo, salió en tromba del callejón.

—¡Espera, Percy! —gritó.

La sonrisa de Annabeth se congeló. Miró a Rachel y luego a la escuela. Por primera vez, pareció reparar en la columna de humo negro y en el aullido de la alarma.

Frunció el ceño.

—¿Qué has hecho esta vez? ¿Quién es ésta?

—Ah, sí. Rachel... Annabeth. Annabeth... Rachel. Hummm, es una amiga. Supongo.

No se me ocurría otra manera de llamarla. Apenas la conocía, pero después de superar juntos dos situaciones de vida o muerte, no podía decir que fuese una desconocida.

—Hola —saludó Rachel. Se volvió hacia mí—. Te has metido en un lío morrocotudo. Y todavía me debes una explicación.

Las sirenas de la policía se acercaban por la avenida Franklin D. Roosevelt.

—Percy —dijo Annabeth fríamente—. Tenemos que irnos.

—Quiero que me expliques mejor eso de los mestizos —insistió Rachel—. Y lo de los monstruos. Y toda esa historia de los dioses. —Me agarró del brazo, sacó un rotulador permanente y me escribió un número de teléfono en la mano—. Me llamarás y me lo explicarás, ¿de acuerdo? Me lo debes. Y ahora, muévete.

—Pero...

—Ya me inventaré alguna excusa —aseguró—. Les diré que no ha sido culpa tuya. ¡Lárgate!

Salió corriendo otra vez hacia la escuela, dejándonos a Annabeth y a mí en la calle.

Mi amiga me observó un instante. Luego dio media vuelta y echó a andar a paso vivo.

—¡Eh! —Corrí tras ella—. Había dos empusas ahí dentro. Eran del equipo de animadoras y han dicho que el campamento iba a ser pasto de las llamas, y...

—¿Le has hablado a una mortal de los mestizos?

—Esa chica ve a través de la Niebla. Ha visto a los monstruos antes que yo.

—Y le has contado la verdad.

—Me ha reconocido de la otra vez, cuando nos vimos en la presa Hoover...

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