Percy Jackson y la batalla del laberinto lll

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Entonces vi a mis amigos: Tyson, Grover, Annabeth y Nico estaban tirados en un rincón, atados como animales, con las muñecas y los tobillos juntos y una mordaza en la boca.

—¡Suéltelos! —grité, jadeando aún—. ¡He limpiado los establos!

[...]

Volcó la barbacoa, desparramando las brasas por todas partes. Una aterrizó junto a la cara de Annabeth, que soltó un gemido ahogado. Tyson tironeó de sus ataduras, pero ni siquiera toda su fuerza bastó para romper los nudos. Tenía que dar fin a aquella pelea antes de que mis amigos sufrieran algún daño.

[...]

—Tal vez podrías quedarte en el rancho hasta que terminemos nuestra búsqueda —propuse—. Aquí estarías a salvo.

—¿A salvo? —gritó Nico—. ¿A ti qué puede importarte? ¡Dejaste que mataran a mi hermana!

—Nico —le dijo Annabeth—, no fue culpa de Percy. Y Gerión no mentía cuando dijo que Cronos desearía capturarte. Si supiera quién eres, haría cualquier cosa para que te pusieras de su lado.

🌊

Los demás espíritus se removían, inquietos. Annabeth sacó su cuchillo y me ayudó a mantenerlos alejados de la fosa. Grover estaba tan nervioso que se agarró del hombro de Tyson.

[...]

Algunos espíritus intentaron adelantarse, pero Annabeth y yo los mantuvimos a raya.

[...]

—Escucha, Nico —le dijo Annabeth—, Bianca sólo quiere que estés bien.

Le puso una mano en el hombro, pero él se apartó y empezó a subir la cuesta hacia el rancho. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero la niebla matinal parecía seguirlo a medida que caminaba.

—Me preocupa —dijo Annabeth—. Si se pone a hablar otra vez con el fantasma de Minos...

[...]

—Sí. —Euritión escupió en la hierba—. Supongo que ahora vais a buscar el taller de Dédalo.

La mirada de Annabeth se iluminó.

—¿Puedes ayudarnos?

Euritión se quedó mirando la rejilla de retención. Tuve la impresión de que la cuestión lo ponía nervioso.

—No sé dónde está. Pero seguramente Hefesto sí lo sabrá.

—Eso dijo Hera —asintió Annabeth—. Pero ¿cómo podemos encontrarlo?

Euritión se sacó algo de debajo del cuello de la camisa. Era un collar: un disco plateado y liso con una cadena de plata. Tenía una depresión en el centro, como la huella de un pulgar. Se lo entregó a Annabeth.

—Hefesto viene por aquí de vez en cuando —dijo—. Estudia los animales para copiarlos en sus autómatas. La última vez... le hice un pequeño favor. Para una bromita que quería gastarles a mi padre, Ares, y a Afrodita. Y él, en señal de gratitud, me dio esta cadena. Me dijo que si alguna vez necesitaba encontrarlo, el disco me guiaría hasta su fragua. Pero sólo una vez.

—¿Y me lo das a mí? —exclamó Annabeth.

Euritión se sonrojó.

—Yo no tengo ninguna necesidad de ver las fraguas, señorita. Me sobra trabajo aquí. Sólo hay que apretar el botón y él te encamina.

Cuando Annabeth lo pulsó, el disco cobró vida y desplegó en el acto ocho patas metálicas. Para perplejidad de Euritión, ella lo arrojó al suelo con un chillido.

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