Percy Jackson y el último héroe del Olimpo III

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—Hemos de aterrizar donde más nos necesiten —mascullé.

«Eso significa en todas partes, jefe.»

Divisé un estandarte con una lechuza plateada en la esquina sudeste de la contienda, en la calle Treinta y tres a la altura del túnel de Park Avenue. Annabeth y dos de sus hermanos mantenían a raya a un gigante hiperbóreo.

—Allí —le dije a Blackjack, que se lanzó directo al campo de batalla.

Salté de su lomo y aterricé en la cabeza del gigante; cuando éste levantó la vista, me deslicé por su cara, machacándole la nariz por el camino.

—¡Uaurrrr! —El gigante dio un paso atrás tambaleándose, mientras le manaba sangre azul de la nariz.

Caí en la acera y eché a correr. El hiperbóreo exhaló una nube de niebla blanquecina y la temperatura descendió en picado. El punto donde había caído quedó revestido de una capa de hielo, y yo mismo me encontré cubierto de escarcha como un dónut de azúcar.

—¡Eh, mamarracho! —le gritó Annabeth. Confié en que estuviera diciéndoselo al gigante, y no a mí.

El Chico Azul dio un bramido y se volvió hacia ella, dejándome expuesta la parte posterior de sus piernas. Me lancé a la carga y le hinqué la espada en una corva.

—¡Uaaaaaaa!

El hiperbóreo se dobló. Aguardé a que se volviera, pero se quedó congelado. Literalmente: se convirtió en un bloque de hielo. A partir del punto donde lo había ensartado, empezaron a surgir grietas por todo su cuerpo. Se hicieron cada vez más grandes y anchas y, finalmente, el gigante se desmoronó en una montaña de carámbanos azules.

—Gracias. —Annabeth hizo una mueca mientras trataba de recuperar el aliento—. ¿Y la cerda?

—Hecha morcilla.

—Fantástico —dijo, flexionando el hombro. Obviamente, todavía le molestaba la herida, pero al ver mi expresión puso los ojos en blanco—. Estoy bien, Percy. ¡Vamos! Quedan un montón de enemigos.

[...]

Annabeth y yo corríamos de una manzana a otra, tratando de apuntalar nuestras defensas. Muchos de nuestros amigos yacían malheridos por las calles, y muchos habían desaparecido.

Paso a paso, a medida que avanzaba la noche y la luna se elevaba en el firmamento, nos vimos forzados a ceder terreno hasta que por fin nos encontramos sólo a una manzana del Empire State en cualquiera de las direcciones. A cierta altura vi a Grover junto a mí, atizando en la cabeza a las mujeres-serpiente con su porra. Luego se perdió entre la multitud y fue Thalia la que se situó a mi lado, mientras ahuyentaba a los monstruos con su escudo mágico. La Señorita O'Leary surgió dando brincos de la nada, agarró entre sus fauces a un gigante lestrigón y lo lanzó por los aires como si fuera un frisbee. Annabeth usaba su gorro de invisibilidad para colarse tras las líneas enemigas. Cada vez que se desintegraba un monstruo con una mueca de sorpresa, sabía que Annabeth había pasado por allí.

[...]

Annabeth apareció a mi lado.

—¡Tenemos que retroceder hacia las puertas! —exclamó—. ¡Y defenderlas cueste lo que cueste!

Tenía razón. Estaba a punto de ordenar retirada cuando oí un cuerno de caza. Su sonido se impuso sobre el fragor de la batalla como una alarma de incendios. Y enseguida le respondió un coro de cuernos, cuyos ecos se propagaban en todas direcciones por las calles de Manhattan.

[...]

—Quirón sabe lo que hace —dijo Annabeth, secándose el sudor de la frente—. Si los perseguimos, acabaremos dispersándonos. Debemos reagruparnos.

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