Percy Jackson y la maldición del titán lll

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En cuanto el doctor Chase bajó de su Sopwith Camel, Annabeth corrió hacia él y le dio un gran abrazo.

—¡Papá! Has volado... has disparado... ¡Por los dioses! ¡Ha sido lo más asombroso que he visto en mi vida!

Su padre se sonrojó.

—Bueno, supongo que no está mal para un mortal de mi edad.

—¡Y las balas de bronce celestial! ¿Cómo las has conseguido?

—Ah, eso. Tú dejaste varias armas mestizas en tu habitación de Virginia la última vez que... te marchaste.

Annabeth bajó la vista, avergonzada. El doctor Chase había evitado decir: «te fugaste».

—Decidí fundir algunas para fabricar casquillos de bala —prosiguió—. Un pequeño experimento.

Lo dijo como si no tuviese importancia, pero con un brillo especial en los ojos. Ahora entendía por qué le había caído en gracia a Atenea, diosa de los oficios y la sabiduría. En el fondo de su corazón era un notable científico loco.

—Papá... —murmuró Annabeth con voz entrecortada.

—Percy, Annabeth —nos interrumpió Thalia. Ella y Artemisa se habían arrodillado junto a Zoë y vendaban sus heridas.

[...]

—Estrellas —repitió Zoë. Sus ojos se quedaron fijos en el cielo y ya no se movió más.

Thalia bajó la cabeza. Annabeth se tragó un sollozo y su padre le puso las manos en los hombros.

[...]

Durante un momento no ocurrió nada. Entonces Annabeth ahogó un grito. Levanté la vista y vi que las estrellas se habían vuelto más brillantes y formaban un dibujo en el que nunca había reparado: una constelación rutilante que recordaba la figura de una chica... de una chica con un arco corriendo por el cielo.

—Que el mundo aprenda a honrarte, mi cazadora —dijo Artemisa—. Vive para siempre en las estrellas.

[...]

—Debo partir hacia el Olimpo de inmediato —dijo—. No puedo llevaros, pero os enviaré ayuda.

Apoyó la mano en el hombro a Annabeth.

—Tienes un valor excepcional, querida muchacha. Sé que harás lo correcto.

Luego miró a Thalia con aire inquisitivo, como si no supiera del todo a qué atenerse respecto a aquella joven hija de Zeus. Thalia parecía reacia a levantar la vista, pero lo hizo por fin y le sostuvo la mirada a la diosa. Yo no podía saber qué se habían dicho en silencio, pero la expresión de Artemisa se suavizó con un matiz de simpatía. Luego se volvió hacia mí.

—Lo has hecho muy bien —dijo—. Para ser un hombre.

Fui a protestar, pero entonces reparé en que era la primera vez que no me llamaba «chico».

Montó en su carro y éste empezó a resplandecer, obligándonos a apartar la vista, se produjo un fogonazo de plata y la diosa desapareció.

—Bueno —dijo el doctor Chase con un suspiro—. Es impresionante. Aunque debo decir que sigo prefiriendo a Atenea.

Annabeth se volvió hacia él.

—Papá, yo... Siento que...

—Chist. —Él la abrazó—. Haz lo que tengas que hacer, querida. Sé que no es fácil para ti. —Le temblaba la voz, pero le dirigió una sonrisa valiente.

[...]

Blackjack me examinó de arriba abajo, preocupado, y luego miró al doctor Chase, a Thalia y Annabeth.

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