Percy Jackson y la maldición del titán ll

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No recuerdo cuándo me dormí, pero sí recuerdo el sueño.

Me encontraba otra vez en la cueva. El techo se cernía muy bajo sobre mi cabeza. Annabeth permanecía arrodillada bajo el peso de una masa oscura que parecía un enorme montón de rocas. Estaba demasiado cansada para pedir socorro. Le temblaban las piernas. En cualquier momento se le agotarían las fuerzas y el techo de la caverna se desplomaría sobre ella.

—¿Cómo sigue nuestra invitada mortal? –retumbaba una voz masculina.

No era Cronos. La voz de Cronos era chirriante y metálica como un cuchillo arañando una pared de piedra. Yo la había oído muchas veces en sueños mofándose de mí. No: esta voz era más grave, como el sonido de un bajo. Y tan potente que hacía vibrar el suelo.

Luke surgía de las tinieblas. Se acercaba corriendo a Annabeth y se arrodillaba a su lado. Luego se volvía hacia la voz.

—Se le están acabando las fuerzas. Hemos de darnos prisa.

El muy hipócrita. Como si le importase lo que fuera a pasarle.

La voz emitía una breve risotada. Era alguien que se ocultaba en las sombras, en el límite de mi campo visual. Una mano rechoncha empujaba a una chica hacia la luz. Era Artemisa, con las manos y los pies atados con cadenas de bronce celestial.

Yo sofocaba un grito. Tenía su vestido plateado hecho jirones, y la cara y los brazos llenos de cortes. Sangraba icor, la sangre dorada de los dioses.

—Ya has oído al chico –decía la voz de las tinieblas—. ¡Decídete!

Los ojos de Artemisa destellaban de cólera. Yo no entendía por qué no hacía estallar las cadenas o desaparecía sin más. Pero por lo visto no podía. Quizá se lo impedían las cadenas, o un efecto mágico de aquel lugar siniestro.

La diosa miraba a Annabeth y su ira se transformaba al instante en angustia e indignación.

—¿Cómo te atreves a torturar así a una doncella? –preguntaba con un sollozo.

—Morirá muy pronto –decía Luke—. Pero tú puedes salvarla.

Annabeth soltaba un débil gemido de protesta. Yo sentía como si estuvieran retorciéndome el corazón y haciéndole un nudo. Quería correr a ayudarla, pero no podía moverme.

—Desátame las manos –pedía Artemisa.

Luke sacaba su espada, Backbiter, y cortaba los grilletes de la diosa de un solo golpe.

Artemisa corría hacia Annabeth y tomaba sobre sí la carga de sus hombros. Mientras Annabeth se desplomaba como un fardo y se quedaba tiritando en el suelo, la diosa se tambaleaba, tratando de sostener el peso de aquellas negras rocas.

El hombre de las tinieblas se echaba a reír entre dientes.

—Eres tan previsible como fácil de vencer, Artemisa.

—Me tomaste por sorpresa –decía ella, tensándose bajo su carga—. No volverá a suceder.

—Desde luego que no –replicaba él—. ¡Te hemos retirado de circulación para siempre! Sabía que no podrías resistir la tentación de ayudar a una joven doncella. Es tu única especialidad, al fin y al cabo, querida.

Artemisa profería un quejido.

—Tú no conoces la compasión, maldito puerco.

—En eso –respondía el hombre—, estamos de acuerdo. Luke, ya puedes matar a la chica.

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