Percy Jackson y el último héroe del Olimpo II

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Me señaló y alzó las cejas con expresión inquisitiva.

—Yo me quedo —dije.

Argos asintió, como si la respuesta le pareciera satisfactoria. Miró a Annabeth y trazó un círculo en el aire con el dedo.

—Sí —dijo ella—. Ya va siendo hora.

—¿De qué? —pregunté.

Argos revolvió en la trasera de su furgoneta, sacó un escudo de bronce y se lo entregó a Annabeth. Parecía normal y corriente: el mismo tipo de escudo redondo que utilizábamos para capturar la bandera. Pero cuando Annabeth lo depositó en el suelo, su bruñida superficie metálica dejó de reflejar el cielo y los edificios circundantes y mostró la estatua de la Libertad... que no estaba cerca ni mucho menos.

—¡Vaya! —exclamé—. Un vídeo-escudo.

—Una de las ideas de Dédalo —dijo Annabeth—. Conseguí que me lo hiciera Beckendorf antes de... —Le echó un vistazo a Silena—. Hum, en fin, el escudo desvía los rayos de sol o de luna procedentes de cualquier parte del mundo para crear un reflejo. Puedes ver literalmente cualquier objetivo que se encuentre bajo el cielo, siempre, eso sí, que lo toque la luz natural. Mira.

Nos agolpamos alrededor mientras Annabeth se concentraba. La imagen se movía y giraba muy deprisa al principio, y casi me daba vueltas la cabeza al mirarla. Primero mostró el zoo de Central Park, luego descendió por la calle Sesenta Este, pasó por Bloomingdale's y dobló en la Tercera Avenida.

[...]

—Percy —intervino Annabeth, todavía concentrada en el escudo—. Será mejor que vengas a echar un vistazo.

El reflejo de la superficie de bronce mostraba el estuario de Long Island Sound, a la altura del aeropuerto de La Guardia. Una docena de lanchas surcaba las aguas oscuras hacia Manhattan, todas repletas de semidioses equipados con armadura griega. En la popa de la embarcación que abría la marcha vi un estandarte con una guadaña negra flameando al viento nocturno. No había visto ese dibujo hasta entonces, pero no costaba mucho descifrarlo: era la bandera de guerra de Cronos.

—Explora todo el perímetro de la isla —le dije—. Rápido.

[...]

—¿Y qué pasa con los mortales de fuera de Manhattan? —pregunté—. ¿Es que todo el estado se ha quedado dormido?

Annabeth frunció el entrecejo.

—No lo creo, pero es raro. Por lo que estoy viendo, todo Manhattan está en brazos de Morfeo. Luego, a un radio de ochenta kilómetros a la redonda, el tiempo parece avanzar muy, pero que muy despacio. Cuanto más te acercas a Manhattan, más despacio se mueve.

Me mostró otra escena: una autopista de Nueva Jersey. Era sábado por la noche, así que el tráfico no era tan horrible como en un día laborable. Los conductores parecían despiertos, pero los coches se movían a dos kilómetros por hora y los pájaros que pasaban por encima movían las alas a cámara lenta.

—Cronos —murmuré—. Está ralentizando el tiempo.

—Quizá Hécate también esté haciendo de las suyas —dijo Katie Gardner—. Fíjate, todos los coches evitan las salidas de Manhattan, como si hubieran recibido el mensaje inconsciente de volver atrás.

—No acabo de entenderlo —comentó Annabeth, contrariada: no soportaba no entender nada—. Es como si hubieran rodeado Manhattan con varias capas mágicas. El mundo exterior quizá no llegue a enterarse siquiera de que algo va mal. Cualquier mortal que venga hacia aquí se moverá tan despacio que no percibirá nada de lo que sucede.

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