La casa de Hades II

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Percy

Percy había llevado alguna vez a su novia a dar un paseo romántico, pero esa no era una de esas ocasiones.

Siguieron el río Flegetonte, tropezando en el terreno negro y vítreo, saltando grietas y escondiéndose detrás de las rocas cada vez que las chicas vampiro reducían la marcha delante de ellos.

En aquel oscuro aire brumoso, resultaba difícil mantenerse lo bastante atrás para evitar que los vieran pero lo bastante cerca para no perder de vista a Kelli y sus amigas. Percy tenía la piel abrasada debido al calor del río. Respirar era como inhalar fibra de vidrio con olor a azufre. Cuando necesitaban beber, lo único que podían hacer era sorber un poco de refrescante fuego líquido.

Sí. Sin duda Percy sabía cómo hacer pasar un buen rato a una chica.

Por lo menos el tobillo de Annabeth parecía haberse curado. Apenas cojeaba ya. Sus cortes y arañazos habían desaparecido. Se había recogido su cabello rubio con una tira de tela arrancada de la pernera de sus vaqueros, y sus ojos grises centelleaban en la llameante luz del río. A pesar de estar hecha polvo, manchada de hollín y vestida como una sintecho, Percy la encontraba guapísima.

¿Qué más daba que estuvieran en el Tártaro? ¿Qué más daba que tuvieran escasas posibilidades de sobrevivir? Se alegraba tanto de que estuvieran juntos que sentía el ridículo deseo de sonreír.

Percy también se encontraba mejor físicamente, aunque por su ropa parecía que hubiera atravesado un huracán de cristales rotos. Tenía sed, hambre y estaba muerto de miedo (aunque no pensaba confesárselo a Annabeth), pero se había quitado de encima el frío inclemente del río Cocito. Y a pesar de lo mal que sabía el agua de fuego, parecía estar dándole fuerzas para seguir.

[...]

Cuando las vampiras reanudaron la marcha y Percy y Annabeth llegaron al lugar, no quedaba nada más que unos cuantos huesos hechos esquirlas y unas manchas relucientes secándose al calor del río. A Percy no le cabía duda de que las empousai devorarían a unos semidioses con el mismo entusiasmo.

—Vamos —apartó con delicadeza a Annabeth del lugar—. No nos conviene perderlas.

[...]

Miró desde lo alto del acantilado.

—Ojalá pudiéramos volar —murmuró.

Annabeth se frotó los brazos.

—¿Te acuerdas de las zapatillas con alas de Luke? Me pregunto si seguirán aquí abajo, en alguna parte.

Percy se acordaba de ellas. Sobre esas zapatillas pesaba la maldición de arrastrar al Tártaro a quien las llevara. Habían estado a punto de llevarse a su mejor amigo, Grover.

—Me conformaría con un ala delta.

—Puede que no sea buena idea.

Annabeth señaló con el dedo. Debajo de ellos, unas oscuras figuras aladas entraban y salían de las nubes de color rojo sangre describiendo espirales.

—¿Furias? —preguntó Percy.

—O demonios de otra clase —dijo Annabeth—. En el Tártaro hay miles.

—Incluidos los que comen alas delta —aventuró Percy—. Vale, bajaremos a pie.

Ya no veía a las empousai debajo. Habían desaparecido detrás de una de las cumbres, pero no importaba. Era evidente adónde tenían que ir él y Annabeth. Como todos los monstruos gusano que se arrastraban por las llanuras del Tártaro, debían dirigirse al tenebroso horizonte. Percy se moría de ganas.

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