Capítulo XXVII

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Los barcos zarparon de la Isla. Asdis tomó uno de los que habían robado de la Marina, mientras que los prisioneros rescatados se llevaron el otro.

Bong-Cha subió a lo alto de un mástil en la Perla Roja, con la mirada firme al frente, ansiosa por encontrar esa parte de su pasado. Vería a su madre y quizás entendería mejor quien era en realidad. Por otro lado, Jang-Seo se encontraba en su camarote, calculando bien las rutas y con cierta intención de alejarse un poco del resto. Se sobresaltó cuando escuchó que llamaban a la puerta.

—¿Qué pasa? —dijo pensando en que era su primo.

—Estás de malas por lo que veo —Ronald entró cerrando la puerta detrás de él.

Jang-Seo volteó a ver a su amigo.

—Lo siento, creí que eras Yeong-Seok. ¿Necesitan algo? —preguntó.

—Es raro que estés aquí tanto rato, normalmente no eres el tipo de Capitán que se la pasa todo el día encerrado frente a un mapa —empezó Ronald.

—Tengo mis momentos. Además, las Tierras Orientales no tienen una ruta clara, depende mucho de la marea, la corriente, los vientos... —contestó Jang-Seo.

—Si, si, como digas. ¿Quieres un poco de Ron? —Ronald lo interrumpió y se recargó en la mesa con una botella en la mano.

Jang-Seo miró la bebida un momento, después negó con la cabeza.

—No, me acabé todo el vino ayer... y a Bong-Cha no le gusta que me sobrepase —con esto último su voz se volvió un poco más apagada.

—Ja, claro. Bueno, tú te lo pierdes —su amigo rio ignorando su repentino cambio —Si quieres venir, estamos esperando a nuestro Capitán.

Dicho esto, Ronald se retiró, dejando a Jang-Seo solo con sus pensamientos.

. . .

Asdis vislumbró su tierra a una corta distancia. Ansiosa por llegar, se dirigió a la parte sur, donde podría detenerse en la playa, evitando los puertos. Cuando por fin estuvo ahí, ancló el velero a la arena y bajó de este. La rocosa arena crujió bajó sus pisadas con cada paso que daba. Pronto llegó a los pastizales, secos y áridos, como si resintieran también el dolor que se propagaba desde esa tierra, la Tierra de los Cuervos.

Con el sol sofocante sobre ella, Asdis caminó por lo que se sintieron como horas. Tuvo que detenerse a la orilla de la enorme montaña que se alzaba al centro de Ravnensland, pero continuó a pesar de la fatiga. Se sintió mucho más viva cuando se encontró frente a los campos de cosechas de la ciudad de Askaria. Echó a correr a través de estos, acercándose cada vez más a la entrada de la ciudad. Finalmente llegó a donde estaban las primeras casas, pequeñas y derruidas. Las personas sacaban a sus animales y recogían las cosechas listas. En cuando se adentró más en la ciudad, una ola de nostalgia la recorrió. Todo estaba tan acabo, tan triste, con un aura de sufrimiento sofocante.

Asdis pasó entre las casas de camino a una zona más alejada de la playa, donde se encontraba su casa, o al menos lo que quedaba de ella, el techo estaba incompleto, las ventanas rotas, las puertas desvencijadas, y las paredes llenas de marcas de balas de aquella vez que los guardias se habían llevado a su padre. Con trabajos abrió la puerta. Rayos de luz se colaban en la construcción por los huecos. Los muebles estaban llenos de polvo, al igual que los adornos e instrumentos de la casa. Asdis entró en lo que era la cocina. Sobre la mesa, encontró una taza, la cual tomó entre sus manos y limpió del polvo con sus dedos. Sonrió al ver los grabados colorados de un patrón de llamas de fuego. Aquella taza era la favorita de su madre y su padre la tenía siempre en el mismo lugar, para sentir que ella aún estaba ahí.

Mar ArcanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora