Se miran, se presienten y se desean; se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan y se olfatean; se penetran, se chupan, se demudan, se inflaman, se enloquecen, se derriten, se sueldan, se calcinan, se desgarran, se muerden, se ases...
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El castañito en el taxi miraba ansiosamente por la ventana, jugaba con su teléfono entre sus manos y, observaba detalladamente las gotitas bajando por el cristal empañado. Iba de regreso a su departamento, pero, incluso luego de horas y horas, su mente seguía sobre la rusa en la tienda.
Era como si pudiera escuchar repetidamente a la mujer susurrando su nombre, tal y como lo había hecho más temprano.
Siquiera tuvo la valentía de contestarle aquel correo, pero, ahora que había pasado un par de horas y, tenía el presupuesto armado, se preguntaba qué debía redactar como saludo y despedida. Se sentía como un completo idiota, pero, no podía evitarlo, de alguna forma sentía que debía ser perfecto.
Había escrito ya tres correos distintos, claro que todos pasaron a borradores o directamente a la papelera. Le frustraba no conseguir las palabras correctas, pero, también le desesperaba que las horas estuvieran transcurriendo rápidamente.
—Muy bien, Seungmin. Debes dejar de ser un idiota ahora mismo —se dijo a sí mismo en voz alta, sacándose las llaves del abrigo.
Entró a su pequeño y acogedor hogar, las luces estaban apagadas, así que, con el teléfono en la mano y, su propia mente exigiéndole actuar, ya enviar de una buena vez el presupuesto, encendió las luces y se dirigió a su laptop sobre el escritorio en la sala.
Su departamento era bastante reducido, se trataba de un estudio sin habitaciones, sólo un baño y, la mesada de la cocina estaba a la mitad de la sala. Su cama estaba en una esquina y, siendo sincero, el lugar era un desastre. Pero, cualquiera que entrase, lo comprendería hablábamos de un estudiante de arte, había libros, pinturas, lienzos y figuras de cerámica por los alrededores.
Se sentó en el banquillo tapizado verde y, encendió la computadora luego de abrirla, dejando su teléfono sobre el escritorio con una taza de café vacía, papeles regados y, varios libros de filosofía.
—Muy bien, si no envío ésto en media hora, soy un completo imbécil. Nadie quiere ser un imbécil, ¿No es así? —continuó hablando para sí mismo, ahora deslizando su dedo hasta abrir su bandeja de correos.
El correo de ______ se hallaba de tercero ahora, puesto que había recibido algunos más de la universidad, seguramente. Así que, lo abrió y, por milésima vez lo leyó, escuchándose en su cabeza la voz aterciopelada y suave de la mujer diciendo cada una de las palabras escritas ahí.
Tragó grueso, de sólo recordarla, su piel se erizaba y, experimentaba un corrientazo por la columna.
—Ella es tan atractiva...—murmuró, alejando las manos del teclado, mordiéndose el labio inferior al agachar la cabeza.
Su altura, su cabello, su mirada, su acento, todo en esa mujer parecía ser perfecto, tan encantadora y sensual.
Siendo sincero, siempre le gustaron las mujeres calladas, todas las chicas de las que se llegó a enamorar o, al menos, recordaba que sintió atracción, eran personas tan introvertidas como él, femeninas y por así decirlo, chicas normales. Nunca tuvo un gusto específico, aunque, ahora que se detenía a pensarlo, la única mujer de la que se enamoró, aunque no era como ______ Ivanov, tenía la misma confianza y seguridad que ella.