16

229 28 0
                                    

¿En qué recae la belleza de una mujer?, Nyria no sabría decirlo. Desde que la luz irrumpió en sus aposentos con un dejo de luz tan plateado como una estela, un par de sirvientas habían acudido a su lado para auxiliarla en su primera aparición formal ante el rey, y con él, ante el resto de todos los reinos.

-Mi señora, no hay que retrasarnos. El agua ya ha sido calentada para usted, sígame por favor- los dulces sueños que los dioses le habían concedido se esfumaron cual deseo al viento.

El reconfortante beso de la almohada de seda sobre la cual reposaba mientras dormía ya le resultaba familiar, al igual ue el peculiar hedor de la cera derretida de las velas usadas la noche anterior. Lenta pero seguramente, la loba floreció de entre pétalos tan blancos como las nubes madrugadores que navegan el cielo, como hubieran hecho los dragones en otros tiempos.

Una sirvienta,de ojos castaños como el pelaje de oso, se dispuso a preparala para su baño. No podía negar que incluso en aquel estado; con el camisón arrugado y la abundante cabellera de un tono un poco más oscuro que la corteza de los árboles en invierno, brotando sobre sus hombros o en cualquier dirección, indomable, le sentaba tan bien como cuando la vestía en las telas más costosas.

Sin embargo Nyria se encontraba demasiado inmersa en sus pensamientos como para prestar atención a la ferviente admiración y devoción que le mostraban aquellas preciosas muchachas que revoloteaban a su alrededor como palomas. Siempre ansiosas de escuchar sus historias sobre el Norte, o esperando tener la suerte de ver sus ruborizadas mejillas tras pasar tiempo con su prometido a quien en secreto ya llamaba marido.

Las sábanas en efecto la envolvían de forma caótica, más no por obra de Arthur, sino por ella misma y su emoción de volverlo a ver, de sentir a su corazón latir en su compañía, de quizás algún día tener el valor suficiente para arrancarle un beso, uno tierno, como los que su madre a menudo recibía de su señor padre.

Cómo los extrañaba: el cincesante alboroto de sus hermanos, teniendo una absurda riña para decidir quién merecía la última porción de comida o las cálidas manos de Lyanna mientras le pasaba el cepillo por el cabello.

Ahora todo aquello solo lo podía ver en sueños, pues mientras se despojaba de sus paños y se sumergía en la inmensidad de la bañera, sus ojos permanecieron fijos en el pequeño guardapelo que negaba a quitarse del cuello sin importar su situación.
Con cada día que pasaba, temía que los rostros de sus hermanos se borraran de su memoria por lo que sé aferraba a aquel mechón de pelo, encapsulado en torno a sí.

Muy pronto sus manos fueron sumergidas en aguas de rosas mientras un jabón de leche de cabra recorría su piel y la espuma coronaba su sien, ocasionalmente derramándose por sus hombros.

-Su vestido ya está listo, desde hace semanas de hecho, pero su prometido nos hizo guardarlo en secreto hasta hoy, Lady Stark.- confesó una entusiasmada sirvienta mientras terminaba de enjuagar su frondoso cabello y se aseguraba de que cada aspecto en ella resplandeciera cual joya de la corona.
Al asomar sus blancos dientes de entre sus carnosos labios, todo en el mundo pareció estar en paz.

Al terminar su aseo, Nyria emulaba a las sirenas que al emerger de entre las saladas aguas de mar, para hechizar a marineros, no cabía duda, era una verdadera bendición que el Norte por fin había decidido dotar a la capital con un toque de helada belleza.

------‐----‐--------------

Los hombres a menudo temen a derramar su sangre sobre un campo de batalla, le temen a la muerte, a los dioses, el poder.

Arthur Dayne se distinguía en el sentido de que incluso desde pequeño había estado rodeado de lo anterior. Su padre le mostró el camino trazado en la arena, el veneno del escorpión y la serpiente y le dijo:

"Lo único capaz de derrotar al hombre, por más valiente que sea es la devoción. La lealtad supone la muerte del deber, al morir el deber, la vida se marchita."

Lo irónico que resultaba su situación le hizo esbozar una amarga sonrisa.

Su padre lo había condenado a muerte, pues ahora Nyria era su devoción, su deber.

Al ser el segundo hijo de Campoestrella no tenía mucho que heredar, su querido hermano Ayrmidon ya se sentaría en el lugar de su padre a su debido tiempo, por lo que a él sólo le restaron las migajas de una vida que realmente nunca anheló.

Siempre había supuesto que su vida en la capital sería larga y turbulenta, hasta que el rey dió el visto bueno bueno a la propuesta de su padre.

-Quizás así deje en paz a Dorne de una vez por todas- había escupido su padre -Solo asegúrate de que tu amistad con el príncipe perdure.

Encaminado a los aposentos de Nyria, no pedía evitar pensar en aquel sueño que lo había atormentado hace lunas, ¿debería consultar a la madre del príncipe Doran a su regreso?
Su capa violeta rozaba el suelo a cada paso que daba, el familiar peso que era Albor sobre su espalda, su fiel amiga.

-Ser Arthur - saludó Ser Jorah inclinando levemente la cabeza. Ambos estaban ataviados de acuerdo a la ocasión. -Debo admitir, es extraño verlo sin portar una armadura.

El huargo de los Stark parecía mirar al recién llegado por el rabillo del ojo, con los colmillos de fuera a Arthur le pareció un recordatorio de el letal resguardo que velaba a la joven.

-¿Sabe si mi Nyria está lista? - Aun le era extraño el permitirse a sí mismo llamarla así, aunque siempre lo disfrutaba.

-Tengo entendido que está casi lista..- una pequeña sonrisa asomó a las comisuras de los labios del oso. La mirada enamorada de Arthur le resultaba familiar.

Tan solo segundos tras la frase,ñas pesadas puertas de roble se abrieron de par en par con un chirrido que poco importó ante la majestuosa apariencia de quién las atravesó:
Días como este no se verían muy seguido. Nyria realmente había conseguido lo imposible:

Poner a la espada del Alba de rodillas.

𝑳𝒂 𝒅𝒂𝒎𝒂 𝒅𝒆 𝒍𝒂𝒔 𝒆𝒔𝒕𝒓𝒆𝒍𝒍𝒂𝒔 (ᴊᴜᴇɢᴏ ᴅᴇ ᴛʀᴏɴᴏꜱ)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora