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¿Por qué de pronto la dicha parecía haber llegado a su vida sin querer conceder nada a pesar de su presencia?, el aroma de las miles de fragancias que inundaban el ambiente, desprendiéndose de la piel de las jovencitas que se posaban en torno a él, como las aves que buscan robar un sorbo de agua de una fuente en un día caluroso. Incluso había aves aún más osadas que en su ardua búsqueda por un trozo del joven heredero, intentaban hacerse con su atención.

Tan joven, en la plenitud de la vida y aún así Rhaegar no podía ceder a sí mismo la extravagancia de la felicidad, el amor o incluso el deber, apenas se esforzaba en lo último.

Era Arthur quién conseguía arrastrarlo hacia aquel lugar, donde la tierra lo cubría quizás en un intento por brindarle una improvisada protección en torno a su cuerpo, que a pesar de estar enfundado enla protección de acero necesaria en el pecho, se veía a merced de los ataques de su leal compañero.

Sin embargo, incluso las conversaciones que antes eran tan sencillas de entablar, los inapropiados pensamientos que podrían pasar por las mentes de ambos, expresados con una sola mirada entre ambos, -un suceso tan raro como la dudosa existencia de los lobos huargo o la resurrección de los dragones - no afloraban con la misma facilidad a diferencia de los días previos a la llegada de toda esa gente que se regocijaban ante el vientre de su madre. Un lugar ahora vacío ya que su hermanito Aegon recientemente lo había abandonado.

Ahora, en las gradas se sentaba una respetable dama, la falda de su vestido perfectamente alisada, las apariciones de su septa variaban según su temperamento, había notado.
Al mirar a Nyria de soslayo entre espadazos y descansos, el.principe se sorprendía de algún día haber sentido una hipnotizante fascinación por ella.

Culpaba a sus libros por causarle una ilusión sobre las mujeres. Culpaba a sus melancólicos relatos de caballeros, pero sobre todo al príncipe Aemon, él que había renunciado a todo por no poder existir en pos de Naerys.
Si se dignaba a admitirlo, se retorcía en sus propias sábanas por una extraña ira al recordar las visitas que le había hecho al maldito retrato de la doncella.

¡Qué estúpido había sido, qué infantil!

Y sin embargo ahí estaba,esa espectral presencia que había doblegado la rígida postura de Arthur Dayne.

"Y decían que era invencible..." pensaba para sus adentros el príncipe. Pero él sabía la cruda verdad que los bardos omiten de sus versos y los vencedores de sus recuerdos.

Un corte aquí o allá y todo hombre caerá, más no se atrevía a resquebrajar la dulce y frágil fortaleza que su amigo había construido para ambos.
Aquella fortaleza en cuyos pasillos habitaba un sueño sin ataduras al deber. Sin ataduras a las intenciones del rey.

-En el próximo torneo, la coronaré como reina del amor y la belleza - había decidido Arthur , susurrando a Rhaegar su intención mientras se preparaban para comenzar la primera danza del festín.

Frente a él, Cersei Lannister lo aguardaba. Evidentemente la pequeña casi no cabía en sí de la emoción,a duras penas lograba mantener su sonrisa en secreto, con las mejillas ligeramente sonrosadas y alzada de puntitos, un gesto casi imperceptible gra ias a su vestido, rojo como la sangre que se esperaba Rhaegar derramara en nombre de la corona.

La música no se hizo esperar, las delicadas notas que habían resultado seleccionadas para la ocasión zumbaron en los oídos de los asistentes, alentando a Rhaegar a finalmente cerrar la distancia entre él y su pareja designada.
Con la más leve de las inclinaciones de cabeza, auxilió a Cersei en la tarea de realizar la reverencia correspondiente al tomarla de la mano para inmediatamente rodear su cintura que a comparación de la estatura del príncipe, resultaba diminuta en sus manos.

Su madre le había enseñado bien durante aquellos años en los que su padre aún cuidaba su apariencia; vuelta tras vuelta sus ojos bendecían a Cersei tras cada pestañeo.

"Dragones de la antigua Valyria. Dioses" musitaba para sus adentros con la ingenuidad dada a esa edad, más no reparaba en la persistente mirada de Olenna Tyrell, quien con un sorbo a su vino, -del rejo por supuesto - , agradeció a cualquier Dios que estuviera dispuesto a escuchar, el haber confundido los aposentos de Luthor Tyrell con los del dragón que se suponía a desposar tiempo atrás.
La reina de las espinas sabía de sobra que tras tan preciados rizos plateados se ocultaban la magia más tenebrosa que se pudiera sospechar.

La falsa cortesía de Rhaegar Targaryen no tenía comparación con la dedicación de Ser Arthur Dayne a aquella muchacha... ¿Cómo se llamaba?, no importa.

Pero qué misterio.
Una belleza sin igual no lo era, al menos no a su parecer ,- y de eso las rosas saben los suficiente, pues observan a las doncellas desde sus arbustos, esperando a una que sea lo suficientemente valerosa como para acercarse sin tenor a terminar con una espina en la piel - aquella loba se le anrojaba un poco escuálida, carente de un busto que justificara la belleza de sus ojos.
De tener buenas caderas salvaría de apuros a Dorne.

A algunos escasos asientos de Olenna Tyrell, Steffon Baratheon se erguía imponente, sombrío. Su hijo, Robert no hacía más que devorar a la mencionada doncella con la mirada.

Una lástima.

De entre un asiento cerca de Aerys,asomaba el león orgulloso. Sonreía ante su cometido, mientras que Aerys dejaba que su reina se ahogara en la inmensidad de la melancolía que compartía con su hijo.

Lo único que parecía resplandecer era la felicidad del Alba y su loba. Danzaban en torno de sus almas. Cómo si la corte no los observara, como si el collar de Rhaella nunca se les hubiera obsequiado.

A Rhaegar aquello le intrigaba.

Un cierto dejo de -¿lujuria tal vez?, no..., quizás una encontrada melancolía, pues ambos se encontraban lejos de sus hogares, a merced de opiniones de muchos que fingían conocerlos.
Arrancados de los brazos de sus madres y hermanos, desamparados de los dioses.

Lo único que él desconocía era la libertad que ambos habían encontrado en su sagrado pacto, pues Arthur le había relatado acerca de la filosofía Dorniense: Sobre la libertad de las mujeres tanto de mente como de cuerpo, sobre la honra de los bastardos y sobre la lanza que los Martell se habían atrevido a clavar en el Sol.
Ella, por su parte, había aprendido a tomarlo del brazo con seguridad, a hilar palabras aduladoras para las damas y respetuosas para los grandes señores e ignoraba los rumores con un simple ademán de la muñeca.

Qué maravilla, que magnificencia, su amor rendía frutos a pesar de las acosadoras miradas de Jon Arryn, quien informaba a Lord Rickard de su hijita.

Al observar la gentileza con la que se trataban mutuamente, el rubor en las mejillas de ambos.y lo bien que el violeta le sentaba a ambos, Lord Arryn redactaría lo siguiente:

"Espere un nieto pronto"


𝑳𝒂 𝒅𝒂𝒎𝒂 𝒅𝒆 𝒍𝒂𝒔 𝒆𝒔𝒕𝒓𝒆𝒍𝒍𝒂𝒔 (ᴊᴜᴇɢᴏ ᴅᴇ ᴛʀᴏɴᴏꜱ)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora