Ópera

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Alexander aún no sabía mucho. John de vez en cuando intercambiaba algunas palabras con él. Aún debía estar molesto por lo que le dijo la noche antes de aquella fiesta. Debía ser rencoroso porque hacía un mes.

Estuvo algo insistente en ir a la ópera. La verdad es que Alex ignoró aquello un par de veces, pero luego pensó que para algo debía estar el fondo de dinero que le dió Henry.

—¿Cuando te apetece ir?

—Esta noche— contestó John tranquilo.

—¿Quedarán entradas?— Preguntó Hamilton algo dudoso y John levantó los hombros.

—No necesito de eso— afirmó. —Tengo un palco propio— murmuró y Alexander, evidentemente se sorprendió. De nuevo, le ayudó a John a arreglarse para aquella noche, al menos eso le iba a gustar más que la fiesta. Lo que Hamilton no sabía, es que ir allí iba a ser un hábito semanal.

Cuando llegaron, una de las organizadoras lo vio y lo acompañaron hasta el palco dos. ¿Lo mejor? Qué ellos no hacían fila. Todos parecían conocer a John allí, de hecho, muchos desconocidos para Alexander, le dieron la bienvenida. "Ni que fuese el rey" pensó Alexander.

Su expresión fue fría toda la noche, como solía ser: nada nuevo. Debía estar emocionado por dentro al menos.

Lo primero que pensó Hamilton es que John debía tener algún motivo para querer ir allí. Lo segundo que pensó es que aquel motivo tenía los cabellos rubios y rizados. Ella era una cantante jovencita pero bastante talentosa, eso suponía Alexander inexperto en ópera.

Después, le sorprendió ir a la siguiente semana y no verla allí. No debía actuar siempre, claro está. Sin embargo, a John eso no parecía importarle: él seguía queriendo ir a ver aquello y se quedaba entretenido unas dos horas y media, eternas para Alexander.

Sus semanas se basaban en aquello: ópera, universidad y aguantarse las revisiones médicas de John. Aún no entendía toda la historia que estaba pasando en aquella familia, pero poco a poco empezaba a encajar piezas. Al parecer la familia no era nada muy extraño fuera de aquel entorno social. Después la madre muere de cáncer y el hijo, antes mujeriego y novio de Francis, se vuelve algo chalado y se tira por una ventana. Por eso, en algún punto, el padre empieza a poner normas y también se entera que Francis está en una relación con su hijo y lo echa de la casa. No está tan incompleta la cosa.

—El doctor dice que tienes la pierna perfecta— aseguró Alexander. —¿Y por qué no puedes andar?— Preguntó con su curiosidad y John al principio le miró con una cara bastante desagradable.

—Porque no sé.

—¿Cómo que no sabes? Sí lo haces. ¿Por qué llevas el bastón? Es mejor la pregunta, ¿no?

—Porque no puedo andar sin.

—Dios mío, John, sabes a lo que me refiero. ¿Por qué no puedes andar sin bastón?

—Porque me da miedo caerme, ¿contento?— Preguntó viendo al pelirrojo que asintió. —No me siento seguro.

—¿Y por qué? ¿No has probado? ¿No has hecho rehabilitación?

—No. Mi padre no me deja— afirmó y Alexander asintió. Ante aquel argumento no tenía nada más que discutir.

En la universidad, le contó un poco de aquello a Francis. Sobre la ópera y la chica de cabello rizado. Kinloch empezó a reírse como un desgraciado. —¿John con novia? Imposible. Es una amiga en común de todos. Eliza la conoce también.

—¿Entonces por qué John quiere ir a la ópera? ¿Y por qué tiene un palco? Explícame— dijo Alexander. Resulta que el teatro guardaba aquel lugar para John incluso cuando no iba. Nadie más se sentaba allí. Hamilton pensaba que los ricos eran raros.

—Porque su madre era cantante, le traerá recuerdos— contestó Kinloch. —Le regalaron aquel sitio a John. He ido con él alguna vez, pero a su padre no le da gracia. Aunque es incómodo estar en el ojo de mira de la gente toda la función.

—Oh, no, pobrecito. No sabía que era por eso— murmuró Alexander. —¿Y qué hago?

—No sé, déjalo en paz. Él es muy cerrado en sus cosas. Sólo intenta que su padre no se de cuenta de que va tanto. Una vez nos regañó por ir, no le gusta acercarse por allí desde que Eleanor murió.

—Es comprensible— afirmó Alexander.

—Me ha dicho Elizabeth que estás siendo un poco duro con él— reprochó Francis. —No te pases con él. Tienes suerte que le has gustado, porque si no fuese eso te hubiese echado ya.

—¿Crees que le he gustado?

—Bueno, sí. Si no, no te soportaría— murmuró el rubio.

Alexander solía sentirse tan confuso en aquellos lugares. Estaba acostumbrándose a los entornos de esos jóvenes ricachones, acostumbrándose a cuidar de John. Ayudarlo en algunas cosas... y se había dado cuenta de que no hacía nada solo desde que le arrebataron a Brutus. Sus paseos habían disminuido, verlo montar a caballo ya era algo raro a pesar de haber muchos otros en la finca... Era curioso que le gustase montar cuando a veces ni siquiera podía caminar. Eso a Henry le daba un poco de miedo, incluso a Alexander: tal vez se caía, se hacía daño o algo peor. Hamilton se preguntó si tal vez aquel era el verdadero motivo por el que se habían llevado a Brutus.

—¿Y su madre? ¿Qué sabes de ella?— Preguntó el pelirrojo y el otro suspiró intentando sacar recuerdos.

—Bueno, la conocí cuando era pequeño, pero no hablé con ella nunca hasta que me hice más cercano a John. Era una mujer agradable, una lastima. Nuestras familias eran muy amigas, mi madre confiaba en Eleanor y me dejaba ir solo a su casa. A veces John y yo hacíamos trastadas y ella era cómplice y se lo escondía a nuestros padres. Nos escapábamos desde el cuarto de John y nos íbamos a un antro cerca de allí.

—¿Y el cáncer?

—Bueno, cuando empecé a salir con John ella ya estaba muy enferma. Tenía un tumor que le paralizó un brazo y, después fue un pie, más tarde la pierna entera... Ya te lo imaginas. Es una pena, era una mujer joven y bella. Se parecía tanto a John...  Esos ojos, su boca, el mismo rubio.

—¿Cuando murió?

—Hace cuatro o cinco años, Alexander. ¿Por qué tantas preguntas?

—Es curioso, ¿no? John se parece mucho a su madre— tal vez el pelirrojo ya estaba inventando cosas, tal vez ha leído demasiada ficción.

—Hm... Sí, bueno, es su hijo, normal— aseguró Francis. —¿Qué pasa con eso?

—Y antes me has dicho que su madre no podía mover un pie, ¿no? Es demasiada casualidad, por Dios.

—Oh, Alexander, lo tuyo ya es especular. ¿Nunca te has roto una pierna? Lo de John solo fue un accidente desafortunado. No tiene nada que ver con que su madre tuviese un tumor.

—¿Pero ella caminaba con muletas o bastones? Algo de eso, ¿verdad?

—A ver, sí, un tiempo lo hizo. Hasta que empeoró.

—¿Y no te das cuenta? John se parece demasiado a su madre. Su padre lo tiene protegido, al resto de hermanos no. ¿Por qué va a ser? Porque su padre lo tiene como un recuerdo.

—Dios mío, Alex, no me creo que no fumes nada— murmuró Kinloch. —¿Por qué no escribes un libro?

—Es una gran idea, ¿verdad? John me dijo que no le duele la pierna, el doctor dice que está perfecta, sin embargo... aún camina con su bastón.

—Estás loquísimo.

El Ayudante De Cámara PERFECTO | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora