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12 de julio de 2002
—¡Se ha sentado! —anunció con gran alegría la joven niñera de la familia Donquixote, que iba por el nombre de Holly. Era una chica caucásica, esbelta, de larga y lacia cabellera rubia, muy bonita—. ¡Se ha sentado él solo! —repitió, como si nadie mas estuviese presente en aquel gran salón de estar, donde predominaba el color blanco y los objetos hechos a base de cristal transparente—. ¡El pequeño Jude se ha sentado solo!
El sonriente y carismático Doflamingo se aproximaba con elegancia y parsimonia, vistiendo nada mas que bermudas azules listo para ir a nadar a la piscina; ya que deseaba disfrutar del caluroso día con la esperanza de obtener un buen bronceado.
Definitivamente, era el mejor clima en las afueras de São Paulo, Brasil; donde la familia Donquixote acababa de comprar una bella mansión para vacacionar en tiempo de verano.
—Holly —dijo sonando paciente y encantador—, trata de disimular tu favoritismo. Aunque comprendo que agites tus pompones de animadora frente a mi sobrino. Todavía moja sus pañales, pero desde ahora, ya se nota que es un rompecorazones.
Cuando Doflamingo trataba con Holly, siempre hablaba en inglés. La chica poco comprendía el español. Claro, esto era, solo si relacionaba la palabra con el portugués, idioma que dominaba a la perfección.
La joven miró de pies a cabeza al rubio de quien se había enamorado en los últimos tres meses de su vida.
Holly sabía que Doflamingo era un imposible, y que él la veía como a una mocosa de diecisiete años y no como a una mujer. No obstante, la susodicha daría lo que fuera por que las cosas fuesen distintas.
El hombre era once años mayor que ella, y quizá, no solo la edad era lo único que intervendría en sus fallidas ilusiones. Tal como lo percibía, Doflamingo era gay.
La joven nunca lo había notado particularmente interesado en ninguna mujer por mucho que ésta flirteara con él en esas fiestas que a éste tanto le gustaba organizar.
El susodicho tan solo acababa ebrio, hablando de aquella venerada mujer que había dejado atrás los tres orgullos de la casa Donquixote. Pero eso era todo. No había más.
Incluso parecía que Doflamingo, consciente o no, evitaba a cualquier mujer que le sonriera con segundas intenciones.
—¡¿Quién se ha sentado!? —exclamó Rosinante, que apenas había escuchado el alborozo desde el segundo nivel de la casa. Usaba bermudas de color blanco, ya que también se disponía a darse un chapuzón. Bajó corriendo por las escaleras sin reparar en el último escalón, cosa que le valió una caída de bruces en el reluciente piso blanco.
—Tu hijo se ha sentado —se mofó Doflamingo, que se había girado hacia su hermano—, y parece que veintisiete años después de tu nacimiento, tú aún no aprendes a andar sin tener que caerte de narices. ¡Pero qué patoso!