Wonwoo se quedó completamente inmóvil, tal como imaginaba a un ratón delante de un enorme y malvado gato de dientes largos.
—¿Mingyu? —suspiró, aunque conocía aquel aroma fresco, limpio y lluvioso tan bien como el suyo propio. Y aquello era algo que no tenía el menor sentido: ¿cómo era posible que Mingyu hubiera metido un olor dentro de su cabeza?
Duérmete, Wonwoo. Tus pensamientos me mantienen despierto.
El respiró hondo.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal la herida?
¿Estás atada?
—Sí. —Esperó la respuesta a su propia pregunta.
Bien. No querría que desaparecieras antes de que tenga la oportunidad de hablar contigo sobre tu debilidad por las armas. Después de aquello, la sensación de tenerlo en la cabeza desapareció. Wonwoo susurró su nombre, pero sabía que él ya no la escuchaba. La culpabilidad se transformó de pronto en furia. Ese cabrón... podría haberla liberado, pero la había dejado atado. Tenía las muñecas doloridas, sentía pinchazos en la espalda debido a la posición en aquel maldito sillón, y...
—Tiene todo el derecho del mundo a estar cabreado.
Mingyu la había aterrorizado al pie del alféizar aquella noche, pero en realidad no le había hecho daño. Sin embargo, el le había disparado. No era de extrañar que estuviese furioso. Aunque eso no significaba que a el tuviera que gustarle.
Y aún quedaba pendiente el asunto de que hubiera intentado coaccionarlo para que se acostara con él.
Por humillante que fuera, el le había dicho la verdad aquella noche: si hubiera esperado, lo más seguro era que el se le hubiese echado encima a la menor oportunidad.
Le ardieron las mejillas. Tendría que tatuarse la palabra «Imbécil» en la frente en cuanto saliera de allí. Se había dicho desde un principio que debía ser cauteloso, que no debía olvidar nunca que para Mingyu no era otra cosa que una forma desechable de diversión. Por lo visto, a sus hormonas les daba igual.
El arcángel la ponía al rojo vivo.
Lo peor era que no podía echarle la culpa de su fascinación solo a la lujuria. Mingyu era un hombre demasiado intrigante para algo tan simple. Sin embargo, aquella noche no había sido él mismo. O tal vez, susurró otra parte de sí mismo, sí que lo había sido. ¿Y si el desconocido al que había disparado era el verdadero Mingyu... el arcángel de Nueva York, una criatura capaz de torturar a otra persona hasta convertirlo en una monstruosa y vociferante obra de arte?
...
Mingyu tenía los ojos cerrados, pero en realidad no estaba dormido. Se encontraba en una especie de coma semiconsciente, un estado para el que ni los humanos ni los vampiros tenían equivalente. Los ángeles lo llamaban «anshara», un estado de consciencia al que solo podían llegar aquellos que habían vivido más de medio milenio y que permitía razonar y descansar a un tiempo. En aquellos momentos, la parte consciente de su persona estaba absorta en la reconstrucción de la herida que Wonwoo le había hecho con su pequeña pistola, y el resto de su ser dormía. Un estado de lo más útil. Aunque nunca lo habría elegido por voluntad propia.
Un ángel solo llegaba al anshara cuando había sido herido de gravedad. Aquello había ocurrido muy pocas veces en los últimos ochocientos años de existencia de Mingyu. Cuando era joven e inexperto, se había herido a sí mismo (o lo habían herido) unas cuantas veces.
Vio imágenes de una danza en el cielo, poco antes de que sus alas se enredaran y cayera en picado hacia el suelo con la certeza de que su sangre dibujaría una alfombra roja sobre la tierra de la pradera.
Recuerdos antiguos. Del niño que había sido. Brazos rotos, piernas rotas, sangre que manaba de su boca destrozada.
Y ella. De pie frente a él, arrullándolo.
«Calla, cariño. Calla.»
Un terror en estado puro inundó su torrente sanguíneo. Su corazón se encogió al saber que era incapaz de detener... a su madre, a su peor pesadilla.
Con el cabello negro y los ojos azules, aquella mujer había sido la imagen femenina a partir de la cual había sido creado. No obstante, ella ya era vieja para entonces, no de apariencia, pero sí de mente y de alma. Y, a diferencia de Yixing, no había evolucionado. Más bien había... involucionado.
En el momento presente, podía ver cómo su ala se regeneraba filamento a filamento, pero aquello no fue suficiente para mantener los recuerdos a raya. Durante el anshara, la mente revelaba cosas largo tiempo enterradas y cubría el alma con una capa de opacidad que ningún mortal podría comprender. Aquellos eran recuerdos de un centenar de vidas mortales diferentes. Él era tan viejo, tan antiguo... pero no, no era un anciano. No todos aquellos recuerdos eran suyos. Algunos pertenecían a otros de su raza, al almacén secreto de conocimientos angelicales enterrado en el interior de las mentes de sus descendientes.
Los recuerdos de Caliane ascendieron hasta la superficie.
Y de repente, bajó la vista hasta su ala sangrante y su cuerpo destrozado desdeuna posición agachada, mientras su mano (que en realidad era la mano de ella) leapartaba el pelo de la cara.
«—Ahora te duele, pero el dolor acabará pronto.
»El muchacho del suelo no podía hablar; se estaba ahogando con su propia sangre.
»—No morirás, Mingyu. No puedes morir. Eres inmortal. — Se inclinó hacia delante para depositar un beso frío sobre la mejilla destrozada y llena de sangre del chico—. Eres el hijo de dos arcángeles.
»Los ojos del muchacho, que milagrosamente habían resultado ilesos, reflejaron la sensación de traición que experimentaba. Su padre estaba muerto. Los inmortales sí podían morir.
»El rostro de Caliane se llenó de tristeza.
»—Debía morir, amor mío. De no haberlo hecho, habría reinado sobre la tierra.
»Los ojos del chico se volvieron más oscuros, más acusadores. Caliane suspiró y luego esbozó una sonrisa.
»—Y también yo debo hacerlo... Por eso has venido a matarme, ¿no es así? — Una risa suave y delicada—. No puedes matarme, mi dulce Mingyu. Solo otro de los miembros del Grupo de los Diez puede destruir a un arcángel. Y ellos nunca me encontrarán.»
Una desconcertante transición hasta su propia mente, hasta su propia memoria. Porque ya no tenía ningún recuerdo más de Caliane después de aquello: ella le había hecho la transferencia de imágenes mientras se encontraba tan malherido que no había sido capaz de moverse en meses. Tampoco había podido levantar la vista para ver cómo se alejaba volando. El último recuerdo que tenía de su madre era la imagen de sus pies desnudos saltando sobre la hierba verde del prado y el rastro de polvo de ángel que había dejado tras de sí.
«—Madre... —intentó decir.
»—Calla, cariño. Calla. —Luego, una ráfaga de viento le llenó los ojos de polvo.
»Cuando despertó y volvió a abrirlos, Caliane había desaparecido.
»Y en su lugar vio el rostro de un vampiro.»