34. Moneda al aire

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Jefferson

Cuatro años atrás.

Me sentía la peor persona del mundo.

Mi vida se estaba derrumbando a pedazos.

Todo lo que creía que estaba bien en ella ahora se encontraba mal.

En unos meses no quedaría nada más que solo el inmenso mar de recuerdos en mi cabeza, y la esperanza de tener la suficiente suerte de volver.

Volver, volver, volver.

Acaricié más despacio el cabello de Alice y solté un largo suspiro. Estaba quedándose dormida entre mis brazos, a como solía hacerlo casi siempre que venía por las noches a su casa; me colaba por la ventana y simplemente nos acostábamos y abrazábamos, nada de sexo y esas cosas, bueno... a veces.

Inhalé profundo, embriagándome con su dulce aroma floral y su sola pacifica presencia.

Con eso me bastaba para sentirme bien, en casa.

Ella era mi lugar seguro.

—Jeff—murmuró.

—¿Sí, preciosa? —bajé mi mirada a su rostro, sus ojos permanecían cerrados.

—¿Vas a quedarte a mi lado cuanto todo esto se ponga más difícil? —preguntó casi en un susurro.

Mi pecho se comprimió de inmediato.

Podía responder que sí, pero sería una mentira porque no me quedaba mucho tiempo.

El divorcio de mis padres estaba siendo peor que un par de socios rompiendo lazos. Había muchas cosas de por medio y entre esas estaba yo.

Mamá ganó esa discusión.

Ella se iría a Italia con su familia, y yo debía irme con ella. Irme de aquí. Irme a miles y miles de kilómetros de distancia de Blester, de mis amigos, de mis hobbies, de la universidad a la que tanto aspiré a entrar y, sobre todo, del amor de mi vida.

Todo estaba programado para viajar en dos semanas, justo después de mi cumpleaños.

Tenía dos semanas para decirle.

¿Pero cómo podía mirarla a los ojos y decirle que tenía que dejarla? ¿Cómo podía contarle lo de mis padres? ¿Cómo podía molestarla con esto cuando ella tenía suficiente con lo suyo?

Sería muy egoísta añadirle algo más.

Ya había tenido demasiado con la enfermedad de Amarantha, con los abusos de su entrenador—del cual aún seguía pensando en cientos de formas de cómo matarlo sin derramar mucha sangre—, y de todo el asunto del juicio que la tenía ansiosa desde hace dos días, aún no se sentía preparada.

No me hacía feliz ocultarle cosas.

No quería hacerlo, pero tampoco quería que sufriera más de lo que ya y a costa mía.

Así que decirle ahora que me iría no era una opción.

Definitivamente no lo era y tampoco el mentirle.

—Estaré contigo mañana en el juicio.

Exhaló y acomodó un mechón de cabello detrás de su oreja, abrió los ojos y me miró.

—Soy tan suertuda al tenerte conmigo—dijo—. Te has vuelto tan esencial para mí que no me veo sin ti. Deseo que esto dure mínimo para siempre.

Un nudo se formó en mi garganta.

Me incliné hacia el frente atrapando sus labios con los míos y la apreté contra mí.

—Te a....—intentó decir en cuanto se alejó un poco para tomar aire.

TOMEMOS UN PASEO © [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora