Don Salvador Solarte dormía plácidamente en su cama multifuncional como un reposado monje de la India, y mientras pasaba aquello, los rumores que se conocían en los pasillos del hospital progresaban con alarmante insistencia. Los especialistas que eran optimistas aseguraban que viviría un par de semanas más. Otros, confundidos por la suerte de un acto milagroso, creían que subsistiría en una vida extra que, por obvias razones, la agotaría desde antes de empezarla.
—Me siento valorado y bendecido —aseguró encantado. Don Salvador recién se había despertado con la noticia de la compañía de su hijo en los siguientes días, aunque desconocía la razón. Solarte estaba activo desde hace minutos.
—Es mi deber, no es nada especial —se defendió.
—Arruinas las cosas. Eso es típico de nuestro apellido.
—¿Otra vez comenzarás con esa idiotez?
—Oye... estoy enfermo, debes reconocer que no todo lo que diré será inteligente. Ahora, tengo una duda.
Solarte asintió la consulta.
» ¿Ya encontraste mujer? —le preguntó con descaro. Don Salvador era una máquina para inquirir imprudencias.
—No estoy listo, ni siquiera ando cerca de estarlo... —admitió dolido, con una nueva llaga abierta en su interior.
—¿Sabes dónde conocí a tu madre? —Cambió el tema sin importarle. Solarte le presenció abrumado—. Ella me encontró tirado en la calle, fue en los 60s, no recuerdo que año, pero ella me tomó y terminé durmiendo en su casa. Ni siquiera la conocía, cuando vi su cara pensé que era una mujer sin gracia. No tenía belleza, no contenía algo para destacar. Solo le agradecí ese gesto y seguí con mi vida de mierda. Luego, no sé qué me pasó, pero terminé enamorado de ella, y eventualmente, ella también de mí. Hubiera jurado que su gran corazón estaba destinado para un hombre extraordinario... pero se fijó en mí, y ya sabes cómo terminó...
—¿Para qué me cuentas esto? ¿Ahora me quieres enseñar que el amor verdadero existe?
Don Salvador se puso como un ave, pues voló observando las paredes de la habitación y por un momento, Solarte imaginó que estaba alucinando, o uniendo las historias del pasado con su madre mientras editaba los recuerdos y vivencias de una unión infructífera.
—Eres de una mezcla muy rara —dijo serio—. Porque no cualquier pareja de locos se atrevería a ser padres...
—¿Rara? —cuestionó, amilanado.
—Sí, ya que ahora... te pareces a mí, lo digo por la desgracia de la separación y quedarte solo. Pero tu madre... era un amor de más, no sé si entiendes... Es mucho amor, demasiado y descontrolado. Y el querer tanto la condenó a un sinvergüenza como yo.
—¿Piensas que soy como ella?
—No lo sé... —tosió con agresividad. Se había congestionado por hablar de más—. Pero ahora creo que ya estoy listo para irme.
—Serás imbécil —le afirmó sonriente—. Los malos no se van tan pronto. Primero les toca pagar en vida lo que hicieron—le rozó de los cabellos con la mano entre una particular gracia.
—¿¡Llevarás el precio de mis errores!? ¡No seas bastardo! —le retó de mala manera, don Salvador se había pasado al lado de la confrontación, y su mansedumbre había terminado. La naturaleza que le escribía era inestable, y más por sus tantos medicamentos.
Solarte, le vio con deseos de matarle y aunque era imposible sortear tal posibilidad, no tuvo otra cosa más que fulminarle con la mirada de alguien que odiaba con todo su ser. Y con desgarbo y una pizca de inteligente sutileza, le ventiló su verdad:
—¡Claro que sí! ¡Porque tu herencia es ser un desgraciado que no sabe amar! —comenzó a gritarle bajo el borde del oído—: ¡Que no sabe amar! ¡No sé por ti y tus asquerosas palabras! ¡Nunca me enseñaste un buen ejemplo, papá! ¡Me desgraciaste a la soledad!
Pronto entró la enfermera con agilidad, y al detallar la airosa escena entre padre e hijo, intentó calmar los furores con amenazas llenas de cortesía y manipulación. Solarte se dejó caer como un minusválido en el asiento dispuesto, mientras don Salvador veía febril al techo de la habitación y cerraba y abría los ojos con una ansiedad de película. Estaban colapsados de intranquilidad.
—Está bien... si quieres que busque a alguien, lo haré. Solo espérame aquí.
Se levantó de su sitio, le dedicó una tercera mirada a su desvanecido padre, y salió en búsqueda de una promesa de amor.
Solarte ahora se había compaginado a un actuar veleidoso, porque cuando hacía caso a su padre, en el fondo, le repudiaba con desdén. Él cumplía sin darse cuenta en el mandamiento de obedecer a su padre, pero sin honrarle como era debido. Y luego de salir por la acalorada disputa, se propuso aventurarse hacia un camino distinguido de pies a cabeza: regresar al bufete por Julieta.
Su corazón enardecía apenas la invocaba. Era el momento justo. Había transitado una semana entre lagunas y oscuridades de forma temeraria, también estaba sin bañarse, pero los impulsos le pudieron más que el orden.
Cuando llegó nuevamente al bufete, mecánico e intimidante, solo estaban Ruperto y Alexis. Faltaban Mauricio y Julieta. «Fueron a comer juntos», le confirmaron sin despeinarse ni dar detalles.
Él volvió a estacionarse en una incertidumbre errante. Pero en contra de un pronóstico acertado, salió de su estampa de cordialidad y empezó a profesar un rostro enojado, celoso ante la idea de imaginarse que Julieta estaba viviendo un frenesí con Mauricio.
Solarte, poco a poco, crecía en desconfianza y se mostraba más imperativo y propenso a hacerse males al cuerpo con imaginaciones desaforadas. Varios minutos fueron suficientes para aclarar que solo estaba delirando como un chiflado de manicomio. Mauricio llegaba con Julieta entre un diálogo ameno de colegas que solo se tenían en cuenta para el área de trabajo.
Al verla, se deleitó con su belleza despampanante y seductora. Estaba vestida de oficinista con una falda inclusive más corta que la de aquel día, y un escote pronunciado que le daba una gloriosa apariencia para atravesar cualquier carne lastimada, tal como anidaba en Solarte.
—¡Jefe! —le saludó Mauricio con admiración mientras se le acercaba, y al instante, hizo un silencio de bochorno, cambiando su expresión lo más parecido a la desolación. Solarte le ignoraba porque tenía el foco de su atención en Julieta, que le veía asustada pero discernida en encanto, logrando saber con facilidad para que la requería ese hombre, en aquella noche de cuentas pendientes. Porque si algo tenían las mujeres en común, con dominio de facultades, era reconocer cuando se sentían deseadas para descubrirse en la estrechez más anhelada de la pasión.
(...)
El tiempo se abalanzó hacia un vacío irreparable mientras Julieta y Solarte se revelaban en una soledad compartida en medio de un motel con buenas condiciones. Ni siquiera habían conversado, solo entraron por la puerta como seres responsables en la loable misión de satisfacerse y hallar motivos para quedarse unas horas hasta el final de la noche.
Solarte era instintivo, su arrebato irrumpía como travieso en la juventud, y con la hombría de su fiereza, empujó hacia el dormitorio a su dulce presa de los encantos. Ella estaba hiperventilada, con los ojos elevados al cielo esperando que su noche fuera la noche. La había esperado por mucho tiempo, con la fantasía de lo soñado y la humedad reservada en un acto de pureza y veracidad.
Él se acercaba, entre locuras y encogimientos, besaba y se entregaba a la piel, venía y despojaba prendas de ropa, luego volvía a besar con descontrol e ira, sin perder su cortesía ni pasarse de la raya.
Comenzó por los pechos, jóvenes y aromáticos, luego fue bajando hasta la cintura, y ya no podía parar, era un motor de revolución industrial. Después bajó la falda de aquella mujer de corazón alegre y derramado, no se esperó para hacer lo mismo consigo, todo había pasado en segundos; y luego, cuando se había demostrado con ejemplo el comienzo salvaje de la humanidad, sencillamente de forma inexplicable y absurda, guardó su carne y se acostó a un lado. Julieta no lo podía creer y menos él. Todo se había transformado en un problema magno.
Ella empezó a llorar con el órgano pálido y Solarte lo comprendió nuevamente, como si fuera un chiste contado por un idiota que nunca sería gracioso: no podía amar a alguien más. Estaba perdido, no encontraba su propia alma.
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El caótico arte de amar demasiado
General FictionJuan Solarte se divorció hace semanas de su queridísima esposa en una noche para el olvido. Hoy, luego de divagaciones mentales y llorar por tres horas seguidas, concluye encumbrar su vida hacia una decisión inexorable: amar y seguir amando para no...