Capítulo 31

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El sacrilegio del compromiso estaba en camino. Solarte había accedido al palacio del encanto, preparado para encontrarse con la mujer que le removía las fibras de un solo parpadeo. Fácilmente pudo ubicarla, ya que era la estrella de la noche con su inolvidable danza de seducción y cortesía.

Solarte pidió el trago caro, la mesa adyacente a la función e hizo un llamamiento colectivo al personal para pulsar por la oportunidad de una noche con ella. Solarte había perdido el apocamiento, o, mejor dicho, se había convertido en un terrible sinvergüenza.

En un rato, sentado y en espera del aumento del goce, se apareció ávidamente aquella fémina de infinita gracia, de piernas pulidas y carnosas; pechos golosos y dulces, rostro que atrapaba hasta demonios y, por supuesto, un caudal de absoluta magnificencia, que invitaba a procurar el encarnamiento más intenso de la lujuria humana. Era doña Lorena, la poseedora de las fantasías de Solarte.

Sus malos pensamientos se desarrollaron con ímpetu, luego una energía, un arrojo hecho instinto sexual se despertaron en él como nunca, y se imaginó que no sería capaz de resistir, pues su corazón pesaba como el de un viejo de ochenta. Inhalaba con prisa, soltaba con descaro y soñaba con los ojos abiertos, muy lánguidos, admirando el paradisiaco prestigio de los atributos de Lorena... que también lo había percibido con destreza.

Ella veía con detalle y juicio a Solarte mientras bailaba, porque lo conocía de antes y sentía a un hombre poderoso, deteriorado e insolente, que estaba dispuesto a dar una noche que sería inolvidable para cualquier mujer. No quiso desaprovechar también su chance, y bajó del escenario a cumplir las ilusiones frustradas de un caballero que soñaba con detonar todo lo que tuviera a su paso.

Lorena yacía enfrente de Solarte, y no dando lugar a la incertidumbre, abalanzó su pierna de los deseos en medio de la gabardina de él, frotando sin pudor el núcleo de su cremallera, con la resonancia de su piel, como si fuera la carnada en el agua para atrapar al hambriento, porque no quería dejar ir a su presa. No pensaba en lamentarse como el día que quedó hincada por la inoportuna salvación de Mauricio.

Ella se mordía el labio con ternura, le echaba un rastreo de pies a cabeza con coquetería y se fantaseaba, bañada en su sensualidad de orgasmo. Solarte sufría, palidecía del terror del valiente, que todo lo aspiraba a resolver con una disputa acalorada, donde tendría la razón quien prevaleciera en pie. El público masculino se enajenaba de excitación, mientras fanatizaba observando la cúspide máxima del regodeo y la concupiscencia.

Solarte se embebecía de su licor y a la vez de Lorena, en una mezcla de destino final, muy perjudicial para su futuro pactado. No sabía de dónde verla, porque en ella la mayoría parecía perfecto, y ella se gozaba de él, como burlándose de reconocer que era el objeto más anhelado por la persistencia de un hombre en su trabajo.

Ella lo tomó de un brazo, acercó la boca al oído y le entregó una píldora de sonora incandescencia:

«Llevaba meses esperándote, esta noche por fin seré tuya».

Al acabar, le depositó un beso en la mejilla entre risas de gozo y pasión. Solarte se elevó rápidamente y se resignó a dejarse ir al exterminio de los corazones rotos y descontentos.

Lorena lo llevaba de camino, y él advertía hacia su hermosa espalda, imaginándose la desnudez en el hervor de los cuerpos y los actos simultáneos. Solarte estaba alicorado, y en aquel trance hacia la cima de la perdición, distinguía cómo cientos de señales le imploraban un pase de entrada al alma, alertándole sobre la usurpación del desastre, pero él los eliminaba con éxito por la obscena influencia de la carne desenfrenada.

La recámara estaba lista, ambos se habían lanzado en ella como balines en la gomaespuma, en medio de besos apasionados y roces malintencionados que los aceitaba de calor para lo que se venía. Solarte se pausaba a momentos, porque le dificultaba su circunstancia de romántico infructuoso. Eso no fue ninguna clase de problema para Lorena, que le comprendía con paciencia mientras acariciaba su funesta hombría, y aquella conducta, hizo estremecer a Solarte hacia niveles desconocidos de la pasión.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora