Solarte, era celador de su propia prisión de arrasamiento insondable. Estaba aferrado al silencio y entregado al continuo juego de no decir palabras, incluso vivía incomunicado ante sus congéneres. Pensó en acabarse, pero sus esfuerzos por dar respiro eran más importantes que comprar una cuerda. Luego, milagrosamente, gracias a la puesta en escena de ese atardecer (el que veía parado en un andén solitario), sumado al recuerdo de la calidez de una mano amada y en compañía, evocó en él, esa hermosa sensación del bálsamo seductor que provenía del amor, y quiso volver a sentirlo pronto, desistiendo así de informales actos suicidas.
La noche tornaba revestida de ácida amiga y, en un brío fugaz, supo que la oscuridad se había compactado a su lado. Lejos de hundirse más en ella, rápidamente fue al encuentro de las únicas luces que le atesoraban al bolsillo. Sacó el teléfono y llamó con amargura:
—¿James? ¿Estás ahí?
—Siempre estaré aquí. ¿Qué sucede? ¿Cómo vas? —le contestó amable pero insensible. Solarte imaginó que también había perdido su gran amistad.
—Ocurrió lo peor, te lo contaré. Pero, no tengo sitio para dormir...
—Ven a mi casa.
—¿Estefanía todavía sigue allá? —preguntó temeroso, no quería volver a disputas sin sentido.
—La intentaré convencer para que no te haga daño. Aunque creo que no será necesario porque estos días ha dormido temprano. Puedes quedarte por hoy.
Solarte asintió sin tener nada que perder y se puso en camino, pero antes, vio de reojo al hospital, se rascó la cabeza de impotencia y tristeza entendiendo la magnitud del asunto que había ocasionado, y entregó al cielo las mejores vibras para la recuperación de su progenitor.
(...)
Sentado en una esquina de la olorosa antesala, al lado de un mueble gordo y acompañado por una multitud de libros desordenados, Solarte residía inmóvil junto a su mente protestante, que reclamaba con injusticia el abusivo padecimiento de ser un corazón gobernado por el desamor y el dolor constante. Solarte había logrado, con excelente infortunio, descubrir lo patético de su existir, de nacer sin amor, de preguntarse lo incontestable: ¿De qué servía volar, si se seguía enterrado en la tierra amarga, sin posibilidades de volver a florecer?
James había entrado con café en mano y un manojo de panes que estaban macizos, gélidos, pero aún comestibles.
Puso la merienda a un lado del improvisado estante de libros, palmeó el hombro de su amigo (dos veces) con una sincera y breve sonrisa, y después le pidió algo desde el corazón:
—Dime lo que quieras... —procuró tomarse asiento, enseñando una atención ineludible.
—Odio a los psicólogos —aseveró con propiedad, a tal punto de volver a sus tiempos de estabilidad personal. James abrió los ojos con espasmo.
—Eso explica tanto... —le dijo distendido, y entrecerrando sus ojos, volvió a preguntar—: Juancho, sabes que ellos están para ayudarnos... y más que nunca necesitas a uno... ¿Por qué lo haces? ¿No te parece injusto recriminarlos?
» Odio a los psicólogos... —repitió con insistencia, mojando sus labios para prorrogar la repetidera—: Odio a los psicólogos porque mi esposa se acostó con uno.
James enmudeció.
» Cuando alguien me quiere ayudar...—habló puntual y cauto, como si volviera a la normalidad—, no sabes la cantidad de dolor que está creándome, me entierran una espada muy larga que sencillamente me destruye, y me vuelvo un monstruo... Estoy jodido, incluso he dormido en la calle porque ya no recuerdo lo que significa estar bien, y si vengo a ti, amigo, es porque prometí dejar de ser un vagabundo. Pero me siento como uno, y no importa cuánto me bañe o cambie las sábanas, sigo apestando. ¡Es un asco! —Sus ojos, distantes de profesar serenidad por expresar sus secretos, estaban fríos y conturbados, envueltos en la exacta pericia de saber que su vida era un desastre casi incorregible, y que; desde el alma, parecía imposible ayudarse.
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El caótico arte de amar demasiado
Ficción GeneralJuan Solarte se divorció hace semanas de su queridísima esposa en una noche para el olvido. Hoy, luego de divagaciones mentales y llorar por tres horas seguidas, concluye encumbrar su vida hacia una decisión inexorable: amar y seguir amando para no...